Olvide que soy dama
“Olvide, si le es posible, que soy una dama y tenga presente que el talento y la belleza no tienen sexo”, le escribe alrededor de 1859 Eduarda Damasia Mansilla a Vicente Fidel López, en una carta que acompaña el manuscrito de Lucia Miranda. Insiste en que desea una opinión no complaciente y, para encorajinarlo, enumera las críticas efectuadas por el lector anterior: “La primera persona que leyó mi novela es quizá el único verdadero enemigo que tengo y tuvo a bien contar que las palabras Buena y Pobre estaban repetidas no sé cuantos cientos de veces (...) que más es narración que novela. Tal juicio, a decir verdad, acompañado de graciosas bullas, casi, casi me ha sido grato”.
En los últimos años, Mansilla fue revisitada desde los estudios de género en tanto “escritora mujer” privilegiada por su pertenencia de clase. Las relecturas más honestas convienen en que nunca cuadró con el estilo de las primeras feministas: no renegó del catolicismo ni del rol tradicional de la mujer madre, esposa, hija. Esa distancia del prototipo anglo (por esos años crecía el movimiento sufragista en Inglaterra y se lanzaba en Estados Unidos la Declaración de Seneca Falls) añadida a la elección del propio territorio como base sobre la que asentar su escritura, la hacen inmanentemente argentina. Publicó con seudónimo masculino, pero mucho más con nombre propio, compuso música y, siendo sobrina de Rosas, se casó con un unitario del que decidió separase a los 45. Viajó continuamente con sus seis hijos y su pluma fue tan sobresaliente como para que Victor Hugo le escribiera: “Le debo horas cautivantes y buenas. Usted me ha mostrado un mundo desconocido”.
Mientras el mercado editorial insiste en encorsetar la literatura en nichos vinculados tanto a la sexualidad biológica como autopercibida, la autora de Pablo o la vida en las pampas habilita a soñar con la existencia de caminos divergentes para la emancipación artística.
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