No es la batalla cultural, idiota
Hay algo que explica los triunfos de las extremas derechas en todo el mundo. Y, no, no es su entusiasta y autoproclamada batalla cultural. Donald Trump y Javier Milei no ganaron elecciones luchando contra la comunidad homosexual, el lenguaje inclusivo, la agenda ambiental o el feminismo. No es la prédica antiwake la que los catapultó sorpresivamente al poder. Y no es necesario tropezar con sobreactuadas teorías academicistas para comprender la complejidad de semejante fenómeno social. Se trata de algo mucho más sencillo: es la vieja y clásica lucha de clases la que habló en las urnas. En Estados Unidos y en Argentina, las derechas ganaron porque fue la clase trabajadora la que se sintió amenazada.
Trump llegó a su segundo mandato a partir de dos puntales. El primero fue anunciar una feroz caza de brujas contra los inmigrantes indocumentados. El republicano les hablaba en la campaña a los trabajadores que en los últimos años vieron peligrar sus empleos en un contexto demasiado difícil desde la pandemia, con un fuerte aumento de la robotización y la digitalización de la mano de obra. Los sindicatos estadounidenses, que siempre habían mantenido una mejor y más fluida sintonía con el Partido Demócrata, no lograron interpretar ese desafío y la fuga de votos que sufrieron fue lapidaria.
El segundo pilar del nuevo presidente de Estados Unidos se produjo al anticipar que si llegaba a la Casa Blanca no iba a respetar ningún tratado de libre comercio, sino lo contrario: prometió levantar todo tipo de barreras arancelarias para contrarrestar la irrupción de productos importados de China y de cualquier otro país que comprometiera a los obreros norteamericanos. Algo que ya empezó a hacer en estas horas. Nada de liberalismo. Mucho de protección nacional. Otra vez, el voto de la clase obrera, tradicionalmente demócrata, se vio seducido por la proclama trumpista.
Solo había transcurrido una semana desde el batacazo de Trump, cuando Francis Fukuyama dio cuenta del asombroso paradigma en un artículo titulado “Lo que el triunfo de Trump significa para Estados Unidos”. En esa inteligente columna de opinión, publicada en el Financial Ttimes, el politólogo estadounidense que supo anticipar el nuevo orden global post Caída del Muro de Berlín en los noventa, volvía ahora a dar muestra de su agudeza intelectual al señalar que la tradicional preocupación progresista por la clase trabajadora norteamericana había sido reemplazada en los últimos años por una agenda de ampliación de derechos para un conjunto más reducido de grupos marginados: inmigrantes, minorías raciales, sexuales, etc.
“El poder estatal que representaban los demócratas se empezó a utilizar cada vez más, no al servicio de la justicia social imparcial, sino para promover mejoras sociales específicas para distintas minorías –explico Fukuyama–. El surgimiento de estas interpretaciones distorsionadas del progresismo impulsó un cambio importante en la base social del poder político en Estados Unidos. La clase obrera sintió que los políticos que antes defendían sus intereses, ya no lo hacían. De esa manera, los demócratas perdieron contacto con el voto de los trabajadores y se convirtieron en un partido dominado por profesionales blancos y urbanos sobreeducados. Entonces, los trabajadores optaron por Trump”.
El análisis de la última elección en Estados Unidos convalida la opinión de Fukuyama: la victoria republicana se construyó en torno a votantes blancos de clase trabajadora, pero Trump logró atraer también a una cantidad significativamente mayor de votantes negros e hispanos de origen obrero, que no lo habían acompañado en las elecciones de 2020. Esto fue especialmente claro en el caso de votantes masculinos dentro de estos grupos. Para estos trabajadores, la clase importaba más que el origen étnico, la orientación sexual o el género. “No hay ninguna razón particular por la que un latino de clase trabajadora, por ejemplo, deba sentirse particularmente atraído por un progresista que favorezca a los nuevos inmigrantes indocumentados y se centre en promover los intereses de las mujeres”, concluyó el autor de El fin de la Historia y el último hombre.
Algo parecido sucedió en los últimos años Europa, donde muchos votantes del Partido Comunista en Francia e Italia desertaron y decidieron apoyar a los postulados xenófobos y racistas de Marine Le Pen o Giorgia Meloni. Y antes había sucedido también en Gran Bretaña, con el shockeante resultado del Brexit. Otra vez, esos trabajadores no cambiaron su voto por una repentina vocación antiprogresita, lo hicieron para defender sus empleos, cada vez más comprometidos por una nueva era de hiperglobalización.
La clase obrera que antes era demócrata migró hacia Trump.
¿Y no se trata, por cierto, del mismo fenómeno que se evidenció en Argentina, pero con otros matices? ¿Acaso no fue en la segunda y tercera sección del Conurbano bonaerense donde más votos, sorprendentemente, cosechó Javier Milei? Esos ex votantes peronistas, que supieron acompañar al Frente de Todos hasta el cansancio, el año pasado decidieron virar hacia la Libertad Avanza porque la inflación los asfixió mucho más que a las clases medias y altas, ya que su economía se veía erosionada mes a mes por un aumento de precios cada vez más desbocado para los productos básicos que consumían todo sus ingresos. El propio Juan Grabois, que nada tiene de libertario, ha reconocido que estos sectores populares respaldaron a Milei, y lo siguen haciendo, porque agradecen la inocultable desaceleración de los precios. No apoyan a las Fuerzas del Cielo por su discurso contra las mujeres o contra los homsexuales (Milei dixit en Davos). Lo apoyan por pagar más o menos lo mismo cada vez que compran leche o pan en el supermercado chino de su barrio.
¿Y no fue, por caso, en la Villa 31 donde más perplejidad causó el masivo apoyo que cosecharon las listas violetas? Fueron, hay que decirlo, votantes que sabían que sus planes sociales podrían ser aniquilados a fuerza de motosierra, pero que apostaron por Milei porque eran conscientes de que esa ayuda social ya no les era suficiente y sin ningún horizonte político viable a la vista, decidieron que era hora de emprender un salto al vacío. Hay que repetirlo: fueron votos de clases trabajadores que nunca antes habían respaldado una receta liberal pero que ahora lo hacían porque las soluciones progresistas fracasaron una y otra vez. Votaron a Milei para defender sus trabajos. No lo hicieron para celebrar el cierre del Inadi o del Incaa.
En Los ingenieros del caos, el gran ensayo social de esta compleja era, el politólogo italiano Giulano da Empoli sostiene que hay dos elementos que constituyen la base del éxito de los nuevos gobiernos de derecha: la astucia de los expertos en comunicación digital para azuzar el enojo de grandes sectores sociales contra los gobiernos progresistas, y la frustración de amplias capas de trabajadores que han visto reducir su economía a la más mínima expresión en los últimos años. Ira más algoritmo, sintetiza Da Empoli.
El poder de fuego de los que alimentan el odio en redes sociales es fundamental, claro está, porque estos nuevos políticos de extrema derecha se sustenten en la irritación que despiertan las distintas castas de todo el mundo. Pero si no existiera ese enojo previo, el discurso de la derechas nunca hubiera calado tan hondo y no hubiera tenido posibilidad de acceder al poder. “Si bien he elegido centrarme para este libro en los ingenieros del caos, eso no implica en modo alguno, negar la importancia de las causas reales del descontento de muy amplios sectores de la clase trabajadora, que se alimenta de motivos sociales y económicos concretas”, advirtió Da Empoli. Los trolls son necesarios, no caben dudas, pero las condiciones sociales son las que importan.
Hace ya muchos años, un especialista en comunicación política se hizo célebre al unificar el discurso de Bill Clinton en torno a las verdaderas necesidades de su electorado. El voto que define una elección siempre se explica por un factor económico más que ideológico, explicaba entonces James Carville. “Es la economía, idiota”, inmortalizó el famoso spin doctor para que todos los que colaboraban con la campaña demócrata entendieran en qué debían concentrarse si querían lograr el triunfo de Clinton. La economía debía liderar siempre la agenda electoral. Y Clinton ganó contra todo pronóstico.
Bienvenida la masiva marcha antifascita y en defensa a la colectividad LGBTQ+ que se realizó ayer en Buenos Aires y otras ciudades del país. Porque la verdadera democracia se sustenta en la defensa de los derechos de todas las minorías. Pero es hora de reeditar el mensaje de Carville en clave actual. Y, no, no es la batalla cultural, idiota. Es la economía la que gana (o pierde) elecciones.
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