Milei y Los siete locos
La lista de empresarios supuestamente protegidos por el macrismo, una muestra del llamado “sottogoverno”.
El affaire que protagonizaron esta semana Santiago Caputo –el jefe de Gabinete en las sombras del gobierno de Javier Milei– y exfuncionarias de la AFIP durante la administración de Mauricio Macri revela ciertas prácticas de la política tradicional que la gestión libertaria lleva hasta el extremo.
Repasemos. El asesor presidencial se cruzó en la red X, a través de una de las cuentas que se le atribuyen, con María Eugenia Talerico y Jimena de la Torre. El motivo fue la “filtración” de una supuesta lista en la que figuraban empresarios que podrían haber sido protegidos (o perseguidos) por la AFIP entre 2016 y 2019. La modalidad de blindaje consistía en bloquear información de patrimonios y movimientos de las personas implicadas. Las funcionarias y el titular de la AFIP de aquellos años respondieron que, en realidad, el listado era más amplio y se había diseñado para evitar posibles filtraciones.
El primer componente llamativo de este entuerto es que no existe ninguna denuncia formal y la lista “apareció” por trascendidos periodísticos. La segunda curiosidad es que la mayor difusión se produjo a través desde una cuenta atribuida a Santiago Caputo, pero no reconocida (ni negada) por el asesor presidencial.
La industria del secreto en su máximo esplendor: una filtración anónima, divulgada por una cuenta semianónima que denuncia la confección de una extraña lista para cuidar (o revelar) información privada de personas con demasiados secretos. La única “mano invisible” que funciona aceitadamente no pertenece al mercado, sino a los servicios de inteligencia.
Aunque hayan cambiado los medios, estos mecanismos no son para nada nuevos. El italiano Norberto Bobbio se preocupó hace bastante tiempo por lo que denominó el sottogoverno, un aparato que opera en las napas del Estado y que conquistó una excesiva gravitación en las democracias modernas. Un “subgobierno” paralelo que busca provocar e impactar en la opinión pública, presionar por determinados intereses nunca revelados, resolver internas de camarilla o condicionar las decisiones políticas. En general, no está sometido a ningún escrutinio público y mucho menos a la voluntad popular.
Bobbio tenía la aspiración de alumbrar ese universo opaco para encontrar los mecanismos de control que permitieran limitar su poder o su capacidad de lobby. Sin embargo, este costado críptico parece constitutivo de la política en las sociedades jerárquicas o clasistas. Política y secreto han estado unidos desde tiempos antediluvianos y la sociedad capitalista perfeccionó el arte del ocultamiento. De hecho, esta sociedad se funda sobre un primer gran secreto: el de la explotación que tiene lugar en la producción, pero se esconde y parece extinguirse en la bullanguera plaza del mercado donde se produce un aparente intercambio entre “iguales”.
Para sostener ese secreto originario se necesitan otros: el secreto comercial, el secreto bancario, el secreto de las ganancias. Es imposible transparentar este tipo de relaciones sociales. Transformar en previsible y cristalino ese universo de relaciones vidriosas es una utopía en la que sucumben todas las variantes del honestismo.
El propio funcionamiento de la maquinaria estatal tiene uno de los nervios medulares en la administración del secreto. En el corazón de ese aparato residen los servicios de inteligencia. Desde aquellas cuevas nocturnales siempre emanan los relatos más delirantes, el núcleo paranoico del Estado tiene en los espías a su narrador modelo. Cuando el mecanismo social se torna sombrío para el entendimiento del sentido común (es decir, en momentos de crisis), las visiones conspirativas y paranoicas encuentran un terreno fértil para expandirse.
En una conferencia de julio de 2001 dictada en la Fundación Start de Buenos Aires bajo el título de “Teoría del complot”, Ricardo Piglia afirmó: “La paranoia, antes de volverse clínica, es una salida a la crisis de sentido”. El escritor creía que Roberto Arlt con Los siete locos había captado un sentido (o un sinsentido) de época en un momento de crisis. La novela se publicó al borde del crack financiero mundial de 1929 y en las puertas del primer golpe de Estado que puso fin al yrigoyenismo para inaugurar la década infame.
Antes que El mago Kremlin o Los ingenieros del caos –los promocionados libros de Giuliano Da Empoli–, quizá haya que releer Los siete locos, y observar el presente no con los ojos de Erdosain, sino con los del Astrólogo.
Paranoia, complot y secretos forman parte del menú narrativo del libertarianismo. El gobierno de Milei lleva “renunciados” más de cien funcionarios en poco más de un año, la mayoría de ellos acusados de algún tipo de conspiración. Y la extorsión, vía la amenaza de revelar información privada (real o inventada), es un método clásico de sus patotas digitales.
A la fusión tradicional entre Poder Judicial y servicios de inteligencia (en alianza con una parte del periodismo), la gestión libertariana sumó el control de la agencia recaudadora de impuestos y su información sensible. Es el tridente ofensivo que hoy utiliza en su guerra fría con el PRO con el objetivo de lograr la rendición final. En esta interna sangrienta de la derecha, el muerto se ríe del degollado y el degollado se indigna como si fuera una carmelita descalza. En su guerra no tienen límites éticos o morales y pueden llevar adelante la más cruel de las operaciones: se operan con la verdad.
En su forma más pura, el poder siempre fantaseó con erigirse a imagen y semejanza de Dios: omnipotente y con la capacidad de observarlo todo sin ser visto. Tarde o temprano se topa con la triste realidad de que no es Dios y que en el terrenal mundo de los hombres todo vuelve.