Asuntos internos

Memoria y cancelación

. Foto: CEDOC PERFIL

Hoy voy a hablar de la memoria. Pero no de la memoria que tiene un parque, esa diosa que junto con la verdad y la justicia integra la gran tríada, sino aquella de la que aún hoy se cuestiona su utilidad, aquella que solo sirve para recordar cosas útiles e inútiles, y a la que Albert Einstein sentenció a muerte cuando dijo: “¿Por qué memorizar algo cuando puedo encontrarlo en un libro?”, prueba irrefutable de que incluso de la boca de las más grandes mentes pueden salir estupideces grandiosas.

Parece ser que en alguna época se inculcaba en la escuela aprender cosas de memoria: o fue antes de la mía o la proximidad me destinó la escuela correcta: yo simplemente aprendí cosas de memoria de tanto repetirlas. 

Sé muchas cosas de memoria, incluso cosas que quisiera no recordar. Pero el mecanismo es siniestro: para saber si algo aún sigue vivo en mi mente me veo obligado a repetirlo, corroboración que lleva a afianzarlo si debilitado estaba a punto de ser olvidado. La impresión es que a fuerza de repetirlo el texto gana musculatura, se endurece, se agiganta. Si no se ejercita (si consigo olvidar mi deseo de olvidar lo que recuerdo), el texto pierde peso y al final muere. Hay un punto óptimo en el que efectivamente compruebo haber olvidado aquello que deseaba olvidar, pero es algo que pasa muy raramente. Por lo general, a medida que avanzo con la comprobación, me rindo a la evidencia: mientras recuerdo le devuelvo la vida, nutro al texto.

Son cosas complicadas. Junto con esos textos que quisiera olvidar hay otros que me complace recordar. Algunos son larguísimos, y avanzo a tientas temeroso de encontrar un obstáculo que me impida seguir adelante. Ocurre a veces. Y entonces tengo que recurrir a la fuente, para que a su vez me nutra. Es una cadena de responsabilidades: yo recuerdo el texto memorizado, pero a su vez el texto debe querer ser recordado. Eso justifica los pequeños cambios hechos a lo largo de los años, los pequeños retoques que mi memoria hizo. Son cambios imperceptibles, pero tienen la fuerza de un motor a explosión que impulsa al texto hacia adelante.

Recuerdo de memoria el capítulo 68 de Rayuela de tanto haberlo escuchado en boca del propio Cortázar. Porque eso es importante: nunca me impuse aprender algo de memoria, simplemente sucedió. Y el efecto colateral se agradece: nunca nadie puede sentirse solo repitiendo en voz baja el capítulo 68 de Rayuela. 

También desde hace años sé de memoria las primeras páginas de Prosa del observatorio (como se puede comprobar, me gustaba mucho Cortázar). Y muchos poemas, de procedencias muy variadas, todos aprendidos a fuerza de releerlos, pero jamás con la intención de recordarlos, siempre gracias a la repetición inocente y desinteresada. 

El mundo distópico pintado por Fahrenheit 451 debería por sí solo servir para avalar la memorización de textos: hoy mismo poseer ciertos libros es considerado un delito, por no hablar de leerlos. De manera que yo empezaría a tomarme el trabajo de memorizar textos muy en serio. El mundo cambió, se nota. En esta época de cancelación furibunda yo empezaría a pensar qué libro en peligro de desaparecer estoy dispuesto a memorizar, porque es algo que inevitablemente ocurrirá algún día. 

Yo tengo en vista la traducción de Lolita de Enrique Pezzoni. Así que piensen en otro.