opinión

Mayorías, minorías

Mi Lezama, entonces, no es solo un gran libro, sino un documento central de esa literatura.

. Foto: Cedoc Perfil

En Mi Lezama Lima, de Virgilio Piñera, recientemente publicado, leemos esta frase: “Lezama ha distinguido agudamente el estético (Julián del) Casal del dandy Baudelaire; así lo que en Casal era solo instrumento devenía, en la poderosa garra baudelaireana, realidad manifiesta. Es por esto que no nos interesa el Casal como precursor, sino que nos interesa como frustrador”. Del Casal, poeta modernista, colaborador de La Habana Elegante, parece ser usado, o mejor dicho pensado, para la intervención. Piñera usa a Del Casal para formular una evidente alegoría sobre Lezama Lima y él mismo. Porque las palabras claves en su frase son “precursor” y “frustrador”. Si Lezama es el precursor, Piñera es el frustrador, el frustrador del proyecto de Lezama para reconvertirlo en otras influencias (mientras que Kafka abunda en Piñera, se ausenta por completo en Lezama, lo mismo con el catolicismo de Orígenes), en otras actitudes de combate. Porque Piñera, a diferencia del sedentario Lezama, entendió siempre a la literatura bajo el modo del polemos.

Mi Lezama reúne los textos de Piñera dedicados a Lezama Lima. Publicados mayormente en revistas, la historia de las rupturas de esas publicaciones (de Orígenes a Ciclón) reaparece una y otra vez en el libro, hasta convertirlo en una historia subrepticia de las revistas literarias cubanas de esos años (los años en que existían revistas literarias), que es idéntico a decir la historia subrepticia de una de las literaturas más agudas y radicales de la historia del habla hispana. Mi Lezama, entonces, no es solo un gran libro, sino un documento central de esa literatura.

Piñera nunca dejó de admirar a Lezama, pero rápidamente rompió con él. Es una ruptura ante todo estética, e incluso de política literaria, pero las cosas tomaron también un giro personal que vuelven el libro interesante también en ese aspecto (que no es el de chisme, sino de los posicionamientos de los escritores frente a una figura que ocupa un lugar innovador y luego central, como era el de Lezama). Piñera, en 1943, escribe: “Lezama, tras haber obtenido un instrumento de decir, se instala cómodamente en el mismo y comienza a devorar su propia conquista (…) hacer un verso más con lo ya sabido y descubierto por él mismo significa repetirse genialmente, pero repetirse al fin y al cabo”. A Lezama, obviamente, no le gustó. Entre medio, pasaron cosas. Y Piñera las narra en otro texto: “Separando los insultos personales, destaco aquí las acusaciones que (Lezama) me dirigió: que yo trataba de hundir su reputación (…) que me prohibía (…) que su nombre continuara apareciendo en ‘mi revista de mierda’’’ (…) que yo estaba desprestigiado intelectual y moralmente en La Habana. Por último, se complace en decir a todo el mundo que me propinó una soberana paliza y que me dio una galleta tan fuerte que su mano quedó totalmente luxada”. Piñera responde y hasta desmiente (“esquemáticamente diré que no hubo tal paliza. No veo la galleta por parte alguna”), pero sobre todo, agrega: “Afirma que mi reputación intelectual y moral está por los suelos (…) pero a eso puedo contestar con los dos números de Poeta; con el reconocimiento de la minoría intelectual de La Habana”. La idea de que el reconocimiento es asunto de una “minoría intelectual” no me es ajena en absoluto. Lo contrario –las mayorías– me resultan totalmente ajenas.