Materia divina
Durante el último período de sus estudios, el eminente neurólogo Pompier de la Mercier (1824-1863), decidió tomarse un descanso y se alojó en la casa de verano de un amigo, situada en el valle de Isy. Agradables paisajes, largas siestas. En algún momento, agotada la provisión de libros que había llevado, decidió dedicarse a observar sus sueños y anotarlos como si fueran historias o acontecimientos realmente existentes.
Después de un tiempo, revisando esas anotaciones, comprobó que esos sueños poseían elementos fijos, que reaparecían vez tras vez; eso capturó su interés. Se le ocurrió que si la constancia en la reiteración se trasladaba a cifras, de allí podría deducirse la existencia de una lógica de los estados mentales involuntarios que podría brindar nutrida información para el estudio de la mecánica del cerebro. Es decir, permitiría precisar si determinada clase de sueños pertenecieran o se alojaran en determinadas zonas, en tanto que otros… y así sucesivamente.
Esta idea no le resultó risible, como nos parece ahora, sino que la tomó por un descubrimiento genial: presuponía una base física para las formaciones del reino onírico, pasible de ser extendida al funcionamiento general de la mente en sus distintas ramas (pensamiento filosófico, práctico, empírico, económico, erótico, artístico, lúdico, etcétera), hasta extenderse a la teología.
“De hecho”, se dijo,” en su Evangelio, San Lucas afirma que los ángeles son sustancias espirituales (20, 35-37), autorizándonos a pensar que hasta el espíritu más elevado contiene alguna porción de materia. ¿Por qué no podríamos creer en la materialidad de Dios?”.
A esa conclusión había arribado cuando sintió que una voz soplaba en su oído esta frase: “De eso no se habla”. Luego, sintió un tincazo en la oreja, y el dedo de Dios le desacomodó las ideas para siempre. Terminó internado en el instituto frenopático de Saint Pierre.
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