Más sobre la repetición
Aparece aquí la insuficiencia de la sociología para detectar la tensión entre forma y modo de producción.
“La literatura marca, pero no deja huella”, escribe Blanchot. Es una frase crucial, que expresa la tensión entre la materialidad de la escritura y la volatilidad de la tinta, entre la marca de la literatura (paso, pisada, huella, resto, ruina: lo que sobra) y el peso (cuenta, balance, cálculo, arqueo) de la cultura. Nada que no haya sido dicho antes, aunque el secreto de la literatura y el arte (secreto público después de Duchamp, secreto a la vista de todos) reside en convertir a la repetición en novedad. Un mismo objeto en otro contexto: he aquí lo nuevo.
Pues la cuestión de la autorización de la literatura, o lo que podría llamarse también su legitimidad, permanece vigente. En la lógica de la vanguardia (no tengo padres e invento a mis precursores) la literatura se autoriza sola: “Si no me creen, vayan a ver”, exclama Lautréamont al cerrar sus Cantos de Maldoror, colocando al texto – a la sintaxis- como columna última del sentido. Lo que dice el texto es verdad, no porque refleje, retrate o reponga alguna realidad exterior al texto; sino porque la ficción se escribe como verdad. Es una cosa. Un acto. En esa frase se encadena un trío (texto, creencia, realidad) cuyo nudo –aún no desatado- encierra el destino de la literatura moderna.
Pero esa lógica de la vanguardia exige después de Duchamp y del nouveau roman, repensar el carácter fetichista del texto (y su secreto). A saber: reponer el texto –el texto de vanguardia- como el resultado de una relación social determinada. Es decir, como una forma. Escribe Marx: “¿De dónde brota, entonces, el carácter enigmático que distingue al producto del trabajo no bien asume la forma de la mercancía? Obviamente, de esa forma misma”. Es allí entonces, en la forma, en la sintaxis, donde se juega la posibilidad de develar, de acceder al misterio de las condiciones sociales de producción de un texto. La forma no es lo que encubre, al contrario, es lo que revela. Aparece aquí la insuficiencia de la sociología para detectar la tensión entre forma y modo de producción, entre singularidad y habitus. Aquello que cierta izquierda -y el progresismo de mercado también- llama, casi como un insulto, “formalismo” (es un escritor demasiado formalista…) no es más que su propia mala fe publicitaria que, en nombre de una literatura temática (la literatura de hoy: la búsqueda de un nicho temático) obtura la ruptura que introduce la forma cuando es radical. El escritor trabaja únicamente sobre cuestiones formales (los demás, simplemente escriben libros). Y es allí, en la forma, en la sintaxis, que roza el secreto del carácter fetichista de la propia práctica.
Vuelvo a la cuestión del testimonio. ¿Ante quién testimonia la literatura? Una frase de Barthes, da un primer acceso a la cuestión: “¿Cómo el texto puede ‘salir’ de la guerra de las ficciones, de los sociolectos? Por un trabajo progresivo de extenuación. En primer lugar el texto liquida todo meta-lenguaje, y es por esto que es texto: ninguna voz (Ciencia, Causa, Institución) está detrás de lo que él dice. Seguidamente, el texto destruye hasta el fin, hasta la contradicción, su propia categoría discursiva, su referencia sociolingüística (su género); es lo cómico que no hace reír, la cita sin comillas. Por último, el texto puede, si lo desea, atacar las estructuras canónicas de la lengua misma”.
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