opinión

Licuación de expectativas

Finanzas Foto: Unsplash | Sasun Bughdaryan

Los economistas vienen discutiendo hace rato la incidencia de variables “blandas” en el resultado de las políticas económicas. El mejor plan económico no será sustentable si no contempla la subjetividad de los agentes del mercado: las personas que toman decisiones a cada instante interactuando con otras y cuya resultante se va recopilando en cifras, traducida en precios en las góndolas, las pantallas de los operadores o, agregadas, en los informes que revisa cada tanto el gran auditor en que se convirtió el Fondo Monetario Internacional.

Desconocer esta dimensión sería tan equivocado como creer que el voluntarismo alinea las voluntades, como dicen que ocurre en otras dimensiones de la vida social (la militancia política o las operaciones militares). Sin embargo, ni siquiera en estos casos las mejores tácticas aseguran los resultados buscados si no existe de parte de los que están en el terreno la convicción de que su comportamiento no es en vano.

Esta semana el calendario pareció retroceder a julio del año pasado, cuando la intempestiva renuncia de Martín Guzmán y el papelón por el interinato de Silvina Batakis parecieron socavar el poder de Alberto Fernández, un presidente que desnudó su carencia de propia tropa y terminó cediendo a otro integrante de la coalición oficialista. Sergio Massa, en este entonces, autopercibido como el líder que acudía al rescate de un eventual naufragio (el “ruido a helicóptero” al que se refirió tiempo después el entonces ministro Jorge Ferraresi).

Los siete días de vértigo arrancaron con el anuncio del 7,7% en alza

Los siete días de vértigo arrancaron con el anuncio del Indec de que el alza del IPC de marzo había sido del 7,7%, una cifra que incluso fue más alta que lo anticipado por las principales consultoras y reflejado en la encuesta REM que publica el Banco Central cada mes. Pero además duplicaba el pronóstico que el propio Massa había hecho en diciembre, cuando la inflación parecía tener un techo del 5% e incluso llegó a aventurar una convergencia para el último trimestre con la proyección a todas luces optimista que había hecho su ministerio al proponer el Presupuesto 2023.

Ni la utopía del programa Precios Justos ni el chivo expiatorio de la guerra en Ucrania ni la suba de la tasa de interés en los Estados Unidos sirvieron para explicar otro fracaso más de la política económica reciente. Al ciudadano de a pie no hay que explicarle como hacía el General Perón hace 50 años de lo que se trata, con su aforismo: “Mientras los precios van por el ascensor, los salarios lo hacen por las escaleras”. También en aquel entonces el reconocimiento de que su plan de “inflación cero” había naufragado tenía excusas tan verdaderas como insuficientes: el shock petrolero, la puja por la distribución del ingreso o la cartelización de la oferta.

En diciembre, la inflación parecía tener un techo del 5%, pero ahora todo cambió

A esta altura, la identidad argentina ya coincide con la participación involuntaria en un gran experimento de laboratorio social, con el pequeño inconveniente de vivirlo en carne propia. Es difícil intentar desarraigar la costumbre de pensar en dólares, por ejemplo, para ciertas operaciones o indexar valores a lo largo del tiempo, si se pasan por alto los bruscos saltos devaluatorios que algunos fijan su origen en el Rodrigazo de 1975. La costumbre de convivir con tasas de inflación anual de tres dígitos a lo largo de 15 años (1975-1990) naturalizó un fenómeno que también coexistió en el resto de la región, pero que de a poco fue encontrando su crisis terminal y generando sus propios anticuerpos: Chile (1983), Bolivia (1985), Perú (1990), Brasil (1994).

Incluso Argentina también tuvo un primer intento en el llamado de Raúl Alfonsín a una “economía de guerra” en 1985 que desembocó en el Plan Austral, de corta duración y la híper de 1989 que generó una coyuntura de incertidumbre hasta el verano de 1991 en el que Carlos Menem apostó por el plan de Domingo Cavallo. Pero la salida traumática de ese modelo reinstauró la postergación de la estabilidad de precios como indiscutible, especialmente luego de 2006, con la adopción de políticas procíclicas que incluían reestatizaciones, aumento del gasto público e intervención en los mercados como norma.

La crisis de este año parece haber dejado claro que no es meramente coyuntural. Además de las contingencias del caso, parece haberse agotado ese peculiar modelo, no solo por su inconsistencia, sino, sobre todo, por haber minado la esperanza depositada en una política económica para que pueda ofrecer resultados realistas y factibles. Una crisis que va licuando el capital más valioso a medida que se aceleran los precios: la confianza.