opinión

Lecturas en la rambla

Mi abuela Clara y mi abuelo Abraham vivían en el 3166 Coney Island Avenue. Yo solía ir a visitarlos y caminar por la rambla desde Brighton Beach hasta el parque de diversiones.

. Foto: Cedoc Perfil

Me piden que me explaye sobre Disco, Ibiza, Locomía, la biopic sobre el grupo pop español Locomía, que se puede ver ahora en Netflix. Pero resulta que su envergadura y radicalidad estética es tal, que mi formación intelectual no está a su altura y no creo que pueda cumplir con el pedido. Así que, decepcionado de mí mismo (como me ocurre siempre sobre todos los temas), este domingo versaré sobre cualquier otra cosa. Pues, siguiendo con el cine, me gustan las películas que eligen filmar en escenarios anodinos, sin historia, sin ningún mito detrás. Recuerdo una escena perfecta de un film comercial y muy menor, como The Royal Tenenbaums, de Wes Anderson. Transcurre en un puente por sobre una autopista. El puente no es bello, pero tampoco sórdido, sino que es intrascendente, insípido, desabrido, como si esa escena jugara con una Nueva York diferente (diferente a la del resto de la película, tan llena de falso glamour), una Nueva York que opera por sustracción (no es ni atractiva ni aburrida) y que genera lo que casi nunca genera esa ciudad: indiferencia. Pero también están los lugares que tuvieron un mito detrás, una leyenda, y que de a poco fueron cayendo en el olvido.

Coney Island es uno de ellos. Pequeña zona playera en el sudeste de Brooklyn, última estación de varias líneas de subte (N, Q, D, F), famosa por su parque de diversiones. Pero en el año 1938, Weegee –el más grande fotógrafo de sociedad y policiales norteamericano– sacó una foto de la playa repleta de gente: kilómetros de cuerpos apiñados y de fondo, la célebre Vuelta al Mundo del parque de diversiones. Eran años de inmigrantes que tomaban el subte rumbo a la playa (la playa barata: a Long Island solo llegaban los ricos) para pasar un sábado al sol (ahora en Coney Island al sol solo se ven viejos de los muchos asilos de los alrededores: especie de Miami decadente y sin shoppings, poblada de ancianos del Social Security). Y luego, claro, pasó la inmigración judía (antes de convertirse, como es hoy, en un barrio ruso: Little Odessa). 

Mi abuela Clara y mi abuelo Abraham vivían en el 3166 Coney Island Avenue. Yo solía ir a visitarlos y caminar por la rambla desde Brighton Beach hasta el parque de diversiones. Hacíamos una parada en Berta Store para comprar comida rápida para el almuerzo, y mientras tanto Clara no paraba de contar chistes: hablaba en serio. Solo que para una judía de Coney Island lo serio se vuelve delirante. No se podía tomar en serio su seriedad. El humor judío neoyorkino ameritaría un libro, una historia, si es que no existe ya. Groucho Marx no podía haber nacido en otra ciudad más que en Nueva York, Jerry Seinfeld obviamente nació en Brooklyn, y mi abuela Clara murió allí, ¿dónde más? Cynthia Ozick también nació en Nueva York, solo que su humor es quizá más intelectual, más nostálgico, más melancólico. Sus novelas y cuentos pueden leerse como el arribo de lo judío a un nuevo mundo pos-Auschwitz: lo judío (y el humor judío) en la transición que va de Europa a Estados Unidos, la llegada de los refugiados a Nueva York (descripto con una maestría inigualable en Levitación) y el surgimiento de un tipo de humor radical que va perdiendo todo carácter de fábula moral. Y no sé por qué (o mejor dicho sí sé por qué: escribo esto estando triste) me gustaría estar en la rambla de Coney Island releyendo a Ozick.