László y el lobo
La novelita es sencilla solo en apariencia. En ella hay algo recurrente, de puesta en abismo, y algo virtuoso.
La primera dificultad con el húngaro László Krasznahorkai es el apellido. Es cierto que se lo reconoce porque no puede ser otro cuando uno lo ve escrito, pero hay que hacer un esfuerzo para aprender a deletrearlo (todavía estoy en eso). Mi primer contacto con Krasznahorkai fue a través de las películas de su compinche y compatriota Béla Tarr, un tipo que hace películas difíciles, con larguísimos planos secuencia. Entre ellas, Satantango, que dura siete horas, basada en una novela de Krasznahorkai, que también escribió los guiones para películas de Tarr basadas en otros autores como, por ejemplo El hombre de Londres, a partir de Simenon. Krasznahorkai y Tarr me hacen acordar a Handke y Wenders cuando eran jóvenes. De hecho, en las fotografías de hace décadas se parecen: son dos flacos con aspecto tremebundo y doy fe de que Bela lo es aunque, en años recientes, el aspecto de László devino una especie de gordito bonachón, tal vez desde sus viajes a Oriente. Pero las novelas tienen sus bemoles. Muchos bemoles: leer La melancolía de la resistencia sumerge al lector en el famoso estado de perplejidad ante la obra maestra incomprensible.
Por eso fue una sorpresa encontrarse con El último lobo, un librito de Krasznahorkai publicado en 2009 que el chileno Adán Kovacsics acaba de traducir con su habitual maestría. El protagonista es un olvidado profesor alemán que llegó a la conclusión de que “la lengua es nuestra basura” y dejó de enseñar, de pensar y de escribir. Así, con ciento veinte kilos de peso, pasa sus días en un oscuro bar berlinés atendido por un húngaro, estirando una única cerveza para pedir que no lo echen. Un día, le llega una carta de una fundación desconocida en la que lo invitan a pasar una semana con todos los gastos pagos en Extremadura (un lugar que el profesor no sabe dónde queda, pero que la fundación se dedica a promover) a cambio de que escriba algo, cualquier cosa, por lo que le pagarán un buen dinero. El gordo termina yendo y se enamora del paisaje, de su gente y de cierta atmósfera premoderna que encuentra saludable y humana. Además, la muerte del “último lobo al sur del Tajo” lo conduce a una historia romántica en la que intervienen una intérprete y un guardaparque. A la vuelta, el lector asiste al relato que el profesor le hace al camarero húngaro, muy poco interesado en los cuentos de extranjeros que no son de Europa Oriental.
La novelita es sencilla solo en apariencia. En ella hay algo recurrente, de puesta en abismo, y algo virtuoso. De hecho, El último lobo está financiada por la fundación Ortega Muñoz, organismo semioficial extremeño dedicado a difundir la obra del pintor (1899-1982) que le da su nombre y a promover esa región pobre y poco poblada de España. O sea que el libro que está en nuestras manos bien puede ser el resultado del viaje pago de nuestro profesor. Pero, además, como para demostrar que Krasznahorkai no se toma el trabajo a la ligera, la novela consta de un solo párrafo que tampoco contiene puntos seguidos. Lo interesante de este recurso no es la destreza, sino que Krasznahorkai demuestra que los puntos no son necesarios. Al contrario, el texto tiene una fluidez que la separación en oraciones no haría más que entorpecer. Krasznahorkai ha fabricado una verdadera golosina literaria.