Asuntos internos

Las fotos que nos miran

. Foto: Cedoc Perfil

Un arte no es tanto un arte por lo que es en sí, sino también por el arte que a su vez es capaz de producir. La importancia de los bigotes que Marcel Duchamp dibujó a la Gioconda reside en eso, en haber liberado al arte de la mortaja que significaba el sueño aspiracional de terminar expuesto en un museo, y a la hora de evaluarlo importa menos la obra en sí que lo que la obra desencadenó. La fotografía, por ejemplo, es maravillosa en sí misma, pero también es maravillosa toda la literatura que fue capaz de generar. Walter Benjamin, Susan Sontag, John Berger, Roland Barthes, Raúl Beceyro y, ahora, Katja Petrowskaja, aportaron al arte de fotografíar aquello sin lo cual no tiene sentido sacar fotografías: enseñan a mirar.

De Katja Petrowskaja, nacida en Ucrania, residente en Alemania, había leído hace años Tal vez Esther (Adriana Hidalgo), lo único que puede encontrarse de ella publicado en español, en una excepcional versión traducida por Nicolás Gelormini. Pero eso fue hace mucho, diez años tal vez, y me había olvidado de ella. Pero ahora supe de la existencia de Das Foto schaute mich an (La foto me miraba), que encontré en versión italiana (La foto mi guardava) en ZLibrary.

La foto me miraba del título es en realidad la primera frase del libro, que reúne los artículos que Petrowskaja empezó a publicar en el diario Frankfurter Allgemeine Sonntagszeitung en 2015, poco después de la anexión de Crimea y el comienzo de la guerra en la Ucrania oriental. El libro une historia y autobiografía en una forma de texto que no es del todo original, pero a quién le importa la originalidad. El título sugiere la idea de una imagen que se vuelve viva y describe a la perfección el trabajo de Petrowskaja: hacernos entender, exactamente, qué le atraía en cada fotografía analizada. Cosa que parece fácil, pero no lo es. Es decir, podemos entender con facilidad cuando una foto nos atrae, pero saber el porqué... A veces creemos que es algo que al final se vuelve otra cosa. O durante mucho tiempo pensamos haber comprendido en qué reside esa atracción para luego, en cualquier momento, cruzando la calle o mirando una vidriera, comprender que no, que lo que nos atraía era algo diferente.

A veces es el recuerdo de una infancia feliz o infeliz, a veces es el modo es que está administrado el espacio, a veces es un simple rayo de luz. Pero siempre hay algo más en una buena foto: ninguna se entrega fácilmente, devela su sentido y sus secretos con total facilidad y soltura. La sensación de que un minero del Donbass fotografiado mientras fuma un cigarrillo nos está mirando es una especie de antítesis de La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica, de Benjamin: allí donde Benjamin habla de la pérdida del aura, en Petrowskaja el aura cobra vida. Ese es el esquema, tan noble y delicado, de Petrowskaja: reduce y vuelve a vivir momentos de la pequeña y de la gran historia del siglo XX a través de una batería de imágenes muy variadas, en una especie de inversión hermenéutica, revisando el pasado (la foto siempre es pasado), pero también poniéndolo en duda. Para Petrowskaja hay un mundo real y un mundo posible. Y tal vez el que emerge en este libro es más el segundo que el primero. La fotografía, más que cualquier otro arte, lleva al observador a plantearse preguntas. Más que en ningún otro arte, el fotógrafo oficia de traductor de lo que tiene delante (dejando de lado la resignación de ambos a que su nombre aparezca casi siempre en letra ínfima).

En el arco de seis años, la escritora publicó y comentó setenta fotografías. La mirada de aquel minero no es solo representación, sino una pregunta dirigida a quien mira, que no sabe si ver en la foto desesperación, sabiduría, angustia o rabia. Lo que le sirve a Petrowskaja para reflexionar sobre la naturaleza y los límites de la estética y su declinación desde un punto de vista poco ético. Es decir, preguntarse qué puede hacer el arte frente a una tragedia.