La utopía impositiva
El ex canciller Guido Di Tella, además de ser el canciller más longevo de la democracia restaurada en 1983 era una constante fuente de frases filosas, que alguna vez también le trajeron algún traspié por carecer de filtro. Solía afirmar que la reticencia a pagar impuestos de parte de los ciudadanos era tan vieja como la de los gobiernos por crearlos. Un dato del escenario político sobre el cual muchos gobernantes han construido un sistema tan simpático como poco sostenible: ser la cara amable de la política, gastando, y dejar a otros la antipática tarea de costear la política.
En las jurisdicciones provinciales es lo que alentó, desde hace 30 años, la expansión notable del empleo público financiado sólo parcialmente con un enjambre de impuestos ineficientes, inequitativos y que, sobre todo, desalientan la inversión productiva. Ejemplo: el impuesto a los Sellos, Ingresos Brutos o algunas travesuras que las administradoras de rentas hacen con las valuaciones inmobiliarias para forzar la recaudación.
A nivel nacional, si bien esta expansión del empleo fue mucho más moderada, la explosión del gasto (casi 15% del PBI entre 2003 y 2020) estuvo como fuente la tríada que se transformó en un lastre para la economía argentina actual, casi en partes iguales: el déficit del sistema previsional engrosado por generosas moratorias, las transferencias discrecionales a las provincias y los subsidios a los servicios públicos. Esta fue la principal razón que explicó, también tres desvíos notables en las variables que muestran el desfinanciamiento estatal: el crecimiento de la deuda (en todos los niveles) en el período 2016-2019 (cuando sí hubo acceso al mercado de capitales voluntario), la inflación (el país con la segunda tasa de América y el único que logró estar arriba de los dos dígitos a lo largo de más de medio siglo) y el fuerte crecimiento de la presión fiscal.
Hasta este año electoral, el tema tributario no había ingresado de lleno en el menú de los caballitos de batalla propagandístico, como sí ocurre en otras democracias con economías más estables. Pero con el proyecto de ley enviado al Congreso para elevar el piso a partir del cual se paga el impuesto a las Ganancias, un viejo anhelo del massismo. El problema del sistema tributario argentino no es su alta tasa nominal sino su inequidad (pagan más los que menos tienen), poco alcance en la población (un pequeño porcentaje percibe que paga impuestos directos) y un diseño que castiga la producción en desmedro de la informalidad.
Según un estudio de KPMG, para 2020 la alícuota mayor en Argentina, 35% está muy cerca del promedio mundial (31,5%) e incluso por debajo del promedio de la Unión Europea (36,8%) pero sí más alta que las vigentes en África (26,2%) y Asia (28%). Pero la disfuncionalidad impositiva aparece justamente en las escalas inferiores, cosa que el mentado proyecto amplifica, creando un escalón que de tributar 0% de pasa a alícuotas de más de 25%. Es que en lugar de modificar la escala actualizándola junto a los valores de las exenciones, el parche electoral apunta a limpiar de la base contribuyente por este año a casi un millón de asalariados.
Quedará para más adelante, una acción que ahora está de moda en el léxico políticamente correcto de la economía “made in Davos”: el reseteo del sistema en su totalidad. Pero lo más difícil va a ser transparentar el hecho que un Estado Presente cuesta caro, sobre todo si debe funcionar con eficacia. Bajar la tasa de inflación y de interés, aumentar el empleo y el salario, desendeudarse y aliviar la presión impositiva sin crecer es imposible si este barajar y dar de nuevo. Finalmente, crecer, que es más que el rebote luego de la caída pandémica de 2020, requerirá de una combinación adecuada de esos componentes como insumos de una nueva política económica “sostenible e inclusiva”.
Para arrancar, la fórmula electoral de menos impuestos, planchar el dólar, controlar los precios, prohibir despidos y patear los vencimientos de la deuda; sólo producen efectos en el cortísimo plazo. Alguien podría verlo como una condición necesaria para ganar las elecciones y así dar sustento a un proyecto político de más largo aliento. Es como ganar tiempo para articular una nueva épica, un discurso que le brinde legitimidad a un giro en conceptos gastados y probados. Porque el largo plazo siempre llega y cada vez lo hace con mayor velocidad.
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