opinión

La responsabilidad del lector

La particularidad de estos libros artesanales y muy cuidados es que se trata de ejemplares únicos.

Foto: CEDOC

Me encuentro con Ariel Luppino y me entrega cuatro libros. Uno es El amor es la bilis de todo, del poeta dominicano Miguel de Vallester. Los otros son de Mario Bellatin y conforman su Trinidad musulmana: Retrato de Mussolini con familia, Las nuevas escrituras Variación #1 y La matanza. La particularidad de estos libros artesanales y muy cuidados es que se trata de ejemplares únicos. Es decir, el que me toca es para mí, no es igual a ningún otro. Ayer o mañana alguien más puede haber recibido su ejemplar único, que será distinto aunque probablemente compartan el texto y varíen las tapas, el colofón y hasta el título. Los ejemplares únicos son parte de una experiencia casi única. El casi tiene que ver, por ejemplo, con que el excelente El amor es la bilis es una colaboración editorial entre El Tercer Ojo y La Oficina Perambulante, la fantástica idea de Carlos Ríos, creador de una pléyade de pequeños libros que se consiguen por azar. El Tercer Ojo, a su vez, tiene que ver con las aventuras editoriales y performáticas de Luppino y sus dos cómplices actuales (hubo más en el pasado, tal vez los haya en el futuro), que son las dos Annas: la sonriente venezolana Anna Plush y la seria catalana Anna Ferrer, que parecen las dos caras de la máscara que representa el teatro.

El Tercer Ojo es una de la facetas de ese proyecto tripartito, como también lo son Ediciones Chinatown, Ediciones Chinatown Clandestina, la Biblioteca Popular Rita Lee y La Otra Caja, que es un centro de lectura secreto, contrapartida de la literatura secreta que entrega Luppino. Estas entidades están ligadas con otras similares en distintos países latinoamericanos, interesadas en una literatura que funciona no solo fuera del mainstream (no se trata de “editoriales independientes”) sino de algo mucho más radical, que es desplazar el acto de leer a otra dimensión. Es que el lector que accede de manera solemne a esos textos lo hace porque alguien considera que debe recibirlos y no porque forme parte del circuito de editoriales, librerías, suplementos, agentes de prensa y otros funcionarios del mecanismo que hace circular los libros habitualmente. Estos libros son otros, ocupan otro espacio: podrían tener una edición convencional (cualquiera se da cuenta de sus méritos) pero su objetivo (creo) no es ser consumidos más o menos masivamente, sino darle otro valor a la literatura. Me costó entender la idea, pero cuando me puse con La matanza y lo empecé a leer con la conciencia de que se me había hecho el honor de permitirme leer el texto, me di cuenta de que tenía una responsabilidad: darme cuenta y dar cuenta de que Bellatin es un gran escritor y de que el libro que estaba en mis manos es una versión compacta y abigarrada de su obra. En las 124 páginas sin puntos aparte de su abrumadora prosa recursiva, Bellatin revisa y recrea sus temas, sus obsesiones (nacer como mutante, practicar el sufismo), sus lugares (el salón de belleza, las aguas, el crimen) sus personajes (el poeta ciego, el filósofo travesti, el pedagogo Boris), en los que entra y sale mientras se encuentra una y otra vez con la muerte y erige a la escritura como el mecanismo religioso de la purificación del horror. La matanza es la obra del último teólogo. Es lógico que esté fuera del mercado.