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La montaña es la montaña

. Foto: Cedoc Perfil

No hay metas. Solo hay camino. Y el destino final es una ilusión. Una de esas que vale la pena tener pero ilusión al fin. Eso pienso, pisada tras pisada mientras subo. Que nadie defina quién sos, ni siquiera vos. Que nada detenga tu potencia.

Entramos en la montaña. Ella hace más con nosotros que al revés. Enredados en cascadas y raíces, nos dejamos ir. Los senderos marcados parecen venas que conducen nuestra sangre al centro de alguna verdad. Hay troncos caídos que bloquean las picadas, un reciente alud de nieve y tierra obstruyendo el paso, carteles que señalan una dirección pero queriendo indicar otra, hermosos distractivos como piñas y flores, abismos que abren vistas increíbles, troncos derruidos por el musgo, bifurcaciones, silencio de pájaros inmensos, insectos, picos, y una cumbre más allá.

Aun cuando uno decida dar solo un paseo por la montaña, ella siempre ofrece su cumbre. Verla es hipnótico. Mucho más cuando está nevada. Subimos al Refugio San Martín, una especie de nido vacío en medio de muchos metros de nieve acumulada. Lindero a la Laguna Jakob y todavía en la base del Cerro Catedral, el refugio nos da eso mismo que lo nombra. Amparo. Una noche en su calidez de madera y fuego que, tras el esfuerzo de caminar en octubre, es más bien un abrazo.

En cuanto tomamos una decisión, surgen los obstáculos. No importa cuál sea esta, siempre es así. Signo de que vamos por el camino del deseo. El compromiso entiende muy bien de dificultades. Caminar es levantar bien la pierna, saltar un deshielo, pisar mal una piedra, caer, mojarse por completo, romperse el labio con una rama.

Durante el ascenso el clima es templado, pero la primavera es áspera y fría cuando uno se acerca a los hielos eternos. Avanzamos durante horas en silencio. Los paisajes cambian. Después  jugamos a buscar similitudes de esta subida con otras, caemos en el error de la comparación.

Comparar es buena idea para casi nada.

La escalada nos encuentra con montañistas de todas partes. Me gusta cruzar alguna palabra en otro idioma, inventar esa mezcla mala de un lenguaje que no sabe tanto del otro. Y la luna nos reserva una sorpresa: salvo los refugieros, seremos los únicos en dormir ahí.

La Laguna Jakob se nos oculta. Una espesa capa de hielo la recubre en un 80% regalando imágenes oníricas de patinadores virtuosos o del Titanic. Pero adentro, cuando uno se saca las zapatillas heladas y las pone a secar, ese riesgo del que se es potencial partícipe desaparece. Adentro del refugio se huele el pan casero y el mate está servido. Los enormes ventanales nos ubican en la escala humana. Pequeños. Parte de la inmensidad.

Nada importante puede hacerse en la vida si no es buena la imagen de nosotros que nos devuelve lo que hacemos. Nada. No hay que insistir en eso. Ir tras la huella de los que subieron antes es redescubrir que estamos vivos y buscarse en un destino común. Porque si algo enseña la montaña es que nadie puede solo, somos con otros y con el entorno, parte de él, ni menos ni más, hijos de la creación.