opinión

La máscara de la cuestión de género

Milei. Un discurso antiwoke en la superficie y antisocialdemócrata, laborista, demócrata o progresista. Foto: foro economico mundial / gabriel lado

La batalla cultural de Trump o Milei contra lo que denominan la cultura woke tiene la problemática de género apenas como máscara. Detrás de ella, la verdadera cuestión es la virilidad en la forma en que se ejercita el poder. La extrema derecha considera a los gobiernos progresistas, incluso a los de centroderecha como el de Macri, “afeminados”, débiles, que no consiguen resultados porque carecen de fortaleza, atributos que asocian a la masculinidad.

Las feministas o la comunidad LGBT son un significante de los partidos políticos a los que se opone la ultraderecha: socialdemócratas, laboristas, incluso liberales, por tibios. Tibio es una metonimia de afeminado. Por carácter transitivo, la democracia liberal de partidos obligados a consensuar mayorías y minorías, alternándose esa condición periódicamente, también es débil y “afeminada”.

Por el contrario, el imperio es el sistema fuerte: el imperium es la autoridad ejecutiva que poseían los magistrados romanos. Un imperator era quien ejercía el imperium, su palabra es performativa, es acción, es ley que se acata o se es objeto de violencia.

La violencia es la rectificación misma, la masculinidad que retorna tras el eclipse de las reivindicaciones feministas, escribimos en la columna de la semana pasada, titulada “¿Fascismo?”.

Captar el inconsciente de la ultraderecha, que como el de todos es un lenguaje a base de metáfora o metonimia, permite entender por qué tanta confrontación con los valores igualitaristas y pacifistas de la generación precedente, que irrumpieron con el Mayo Francés, el movimiento hippie y Woodstok para irse consolidando desde los baby boomer a la generación X, mayores de 45 años, como lo políticamente correcto para ser considerado una “buena persona”.

Freud explicó cómo se confunde falo con órgano sexual masculino, lo simbólico con lo real, omitiendo en el caso de los libertarios analizar la fuente de la fortaleza de Margaret Thatcher o la actual Giorgia Meloni, o con una ideología diferente, la de Elisa Carrió, tan fálica como Cristina Kirchner sin dejar de ser muy femeninas.

La ultraderecha metaforiza la deconstrucción del macho alfa que, “feminizado”, debe compartir la decisión de la vida en común con su pareja, en la deconstrucción de la autoridad del gobierno que debe consensuar con la oposición e imposibiliza la acción. Acción también es una metonimia de violencia. No hay acción sin violencia.

No es casual que la preferencia por la ultraderecha en las elecciones sea a veces el doble y hasta el triple, según la edad, de varones frente a mujeres. Obviamente, esto no quita que no pocas mujeres comparten la visión de la ultraderecha pero no deja de ser un síntoma inequívoco de desplazamiento de la ideología de género a la ideología política. La Libertad Avanza es un buen ejemplo, con dirigentes como Victoria Villarruel o Patricia Bullrich.

En el caso de esta última, los testimonios audiovisuales defendiendo la figura del femicidio en la era zen de Macri/Marcos Peña generan piedad frente a políticos que tienen que caer en contradicciones tan flagrantes solo para acompañar el ánimo de época de los votantes, con el ejemplo, siempre hiperbólico, del propio Javier Milei en 2020 apoyando ciertas políticas de Alberto Fernández en el combate contra el covid y criticando a los antivacunas y las marchas de los anticuarentenas, entre ellos el propio Mauricio Macri.

Si la corrección, la moderación y la predisposición a consensuar se asociaran a “valores femeninos” como colaboración, inclusión y compromiso social, mientras que la gestión agresiva y jerárquica fueran “valores masculinos”, se podría comprender mejor el discurso en Davos de Milei, donde consciente o inconscientemente estaría defendiendo el decisionismo gubernamental, una forma de gobierno, como la de China, donde la autoridad de quien está al frente del Ejecutivo no se discute.

Y parte de la sociedad, horrorizada con el fracaso de gobiernos débiles como el de Alberto Fernández o De la Rúa, o “tibios” como el de Macri, está predispuesta a considerar que sin una dosis de violencia significativa no se puede ejercer el poder. Susana Giménez es un jemplo, quien dice que ahora con Milei se volvió a sentir orgullosa de ser argentina. Salvando las distancias, en Rusia pasa algo “comparable”: con Putin, muchos rusos se sienten orgullosos de que Occidente le tema a su presidente; existir de la forma que sea siempre es mejor que la intrascendencia.

Otra muestra de que no es la ideología de género sino el régimen de gobierno surge de los testimonios del propio Milei en 2018 en programas de televisión como el de Andy Kusnetzoff haciendo gala de su liberalismo sexual, en las antípodas de un conservadorismo, sumado a los testimonios de sus amigos, incluso gays, asegurando que nunca Milei fue homofóbico (ver nota de tapa de la revista Noticias), lo que permitiría conjeturar que su posición actual, además de seguidismo con Donald Trump, tiene más que ver con la asociación de la ideología de género con el kirchnerismo y en Estados Unidos con el Partido Demócrata, como estilo de tramitar el conflicto y la impotencia de Alberto Fernández o Joe Biden.

En un best seller en Estados Unidos previo a la primera presidencia de Donald Trump titulado La doctrina Atenea: cómo las mujeres (y los hombres que piensan como ellas) gobernarán el futuro se narraba aquel mundo donde los valores femeninos que enfatizan la cooperación, el pensamiento a largo plazo y la flexibilidad estaban en ascenso mientras el paradigma machista era percibido como parte del pasado. Atenea era la la diosa de la mitología griega cuya fuerza provenía de la sabiduría y la justicia. En las relaciones internacionales reinaba el soft power y las guerras parecían también herramientas anticuadas.

Esa es la cuestión: la asignada feminización del poder en Occidente como causa del retraso en la competencia con China, gobernada por un sistema autocrático, sin división de poderes, sin debate ni necesidad de consensos. China es una sociedad machista, verticalista, en parte por el legado tradicionalista de Confucio, quien coloca a la mujer en una posición de inferioridad con respecto al hombre y predica que esta debe obediencia a su padre y luego a su marido, y más tarde a sus hijos varones.

Poder, no género.

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Continúa mañana: “Tecnología versus cultura”