La del mono-tributo
Junto al aumento en gas y telefonía, más la inflación que afecta a los alimentos desde hace tanto que ya perdimos la cuenta, junio viene con yapa: un aumento retroactivo del monotributo.
A esta altura de la pandemia, nadie con un gramo de honestidad niega que la brecha entre quienes trabajan en estructuras estatales y quienes lo hacen de manera independiente creció en forma proporcional a la brecha educativa, pero en un sentido opuesto.
Así como los estudiantes de las escuelas privadas tuvieron relativamente garantizada la continuidad de clases y los de las públicas enfrentaron diversos grados de desescolarización por no contar, en muchos casos, con wifi y computadora, los trabajadores independientes de los rubros que quedaron paralizados por los confinamientos fueron mayoritariamente desamparados por un Estado que siguió pagando sueldos a los suyos, mientras dispensaba subsidios minúsculos y erráticos a los de afuera.
Emblema de la precarización laboral disfrazada de orden tributario, el monotributo arrancó en los últimos años del menemismo y, tras la bancarización kirchnerista, se impuso a los sectores con menos estabilidad laboral, como una especie de impuesto a las ganancias para los que no ganan. Hoy, alarmado ante los porcentajes de pobreza amplificados por la pandemia, el Congreso de la Nación prefiere curarse en salud y otorgar un aumento del 40 por ciento a sus integrantes.
Quizás, para el resto, la disyuntiva pase por seguir rindiendo tributo para poder trabajar o, simplemente, hacerse la del mono.
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