Recorrido

La clase de historia

Kurt Waldheim. Fue presidente de Austria en los´80. Foto: cedoc

Mi amigo poeta, rosarino, octogenario, se arrastra cada vez que puede hasta Europa y descansa unos días en dos o tres ciudades; después llega a Madrid, exhausto donde comparte conmigo algunas tardes y cenas antes de regresar a su casa.

Llegó a Viena, me cuenta, el domingo en el que la extrema derecha ganaba las elecciones. A pesar de que la capital está gobernada por Los Verdes, esto no le quita la inquietud a alguien que dejó por unas semanas el país para tomar un respiro ante la pesadilla incesante («No me agobia el payaso», suelta: «me inquietan los ilustrados psicóticos que alientan el deseo de que esto salga bien»). Mi amigo se agita y no sin temblores sigue hablando de Austria. Recuerda que, si Kurt Waldheim viviera, estaría en la primera fila del partido ganador. Waldheim fue presidente de Austria en los años ochenta y en la década anterior, secretario general de la ONU. Los datos, para mí, suenan vacíos hasta que me recuerda que el político austríaco, antes de serlo, fue militar, oficial de una unidad alemana a cuyo frente estaba un criminal de guerra nazi. «¿Te acordás de la obediencia debida?», pregunta mi amigo.

En Praga, mucho más distendido, me cuenta risueño la discusión con un chamarilero que le hablaba, sin éxito, en checo. Dice que en medio de los trastos cuyo origen se perdían en los pliegues del tiempo, había un cesto lleno de paraguas y bastones. Uno en particular le atrajo: un bastón de ébano con la empuñadura de resina. Del cesto colgaba un cartel con la indicación del precio: 45 euros. No se entendían en medio de una transacción, asegura, sencilla. Después de mucha paciencia se topó con el hecho de que el precio era por el lote y no por un solo objeto del mismo. No hubo manera. «El colmo de un argentino es fracasar en un mercado paralelo», dice alzando la copa.

Otro día, en la plaza de la catedral, delante de la casa natal de Kafka, un guía argentino explicaba a un grupo de españoles su malestar tanto con Kafka como con Kundera. Mi amigo irrumpió en la escena preguntando a viva voz por el gorro de Gottwald. Como el guía no tenía, lógicamente, idea de que le estaban hablando, el poeta rosarino contó que cuando el presidente Gottwald salió al balcón para dirigirse al pueblo, poco después de asumir el cargo, nevaba copiosamente y, entonces, Vladimir Clementis, un miembro del partido, se quitó su gorro de piel y se lo ofreció al presidente para que protegiera su cabeza descubierta. Años más tarde, a Clementis lo acusaron de traidor y lo borraron de la foto quedando solo para la historia su gorro. «Lea a Kundera», le espetó mi amigo al guía, «Por Kafka no le pregunto porque la cucaracha no debe serle ajena».

«Europa se debate entre un absurdo vendedor de bastones a granel encerrado en su lengua y otro de biblias que no ha leído», sentencia mirando la copa de vino y, bajando la voz: «Nosotros, también».

En Dublín solo se quedó un día y viajó a las islas de Arán. El pequeño archipiélago está sobre el Atlántico, a una hora de Galway, pequeña ciudad universitaria conectada a la capital por un tren. La isla principal cuenta solo con dos pubs, un hotel, un fuerte gaélico con más de tres mil años y bicicletas para luchar con el viento oceánico. Mi amigo se lo pasó bien algunas tardes leyendo en el pub que está por encima del puerto. Dice que el dueño cuando no escanciaba cerveza oteaba el horizonte con un catalejo. En la quietud infinita que no alteraban cuatro o cinco coetáneos de mi amigo bebiendo pintas casi en silencio, llevaba a este hombre a esperar solo la aparición de una señal en el horizonte. «Levantaba la vista del libro cada vez que ese hombre alzaba el catalejo detrás de la barra», me dice: «Lo miraba, mientras yo leía a Yeats y parecía que el poeta de Sligo también lo estuviera viendo: “Cuando toda esa historia ha terminado, ¿qué noticias hay?”».

*Escritor y periodista.