La caldera del diablo
No debería ser lo mismo una interpretación aviesa que una noticia falsa: la primera responde a una política del sentido y la segunda busca la construcción de un sentido falso con fines destructivos, sean o no políticos. Esos límites se cruzaron y, en la mayoría de los casos, ya no se puede distinguir la frontera entre ambas. En esa indeterminación la alevosía hace su cosecha para llenar de odio los corazones de los lectores o espectadores de los medios masivos de incomunicación y de las redes sociales. En la producción de ficciones que parecen mala literatura, la extrema derecha internacional parece haber encontrado su coto de caza más nutrido, basándose en los principios perversos de mi casi homónimo Goebbels. Para dar un ejemplo: la “denuncia” de que la esposa de Emmanuel Macron no sería una mujer biológica sino un/a trans, no busca la revelación de una verdad oculta sino el emponzoñamiento de lo peor de las almas francesas con el propósito de alentar la sospecha y el odio.
De ese encarnizamiento en la mentira también podrían derivarse efectos opuestos: la mayoría de la humanidad cree en la palabra de los conductores de la televisión, o de lo que se ve en las redes sociales, y hasta en la palabra impresa en diarios y revistas. Puede existir quien, vista la campaña de los medios contra un gobierno, de puro contrera se sienta inspirado a volverse oficialista, pero en nuestro país la mayoría de las conversaciones eructan fragmentos del cerebro de los “comunicadores” situados en los peores cuadrantes, el de las bestias babeantes y estridentes. De allí podría desprenderse un análisis de la gesticulación como retórica. Los gestos despectivos, la pomposidad, la falsa solemnidad, el sadismo. El mundo mediático se convirtió en una cloaca –o tal vez siempre lo fue.
El ejemplo más escandaloso, por lo cómico, de este desvarío, lo encontré hace unos días, circulando como una verdad por WattsApp. Una señora se presentó a los gritos en un centro de vacunación, con cuatro o cinco cucharitas de té prolija y pegadas y alineadas una junto con la otra en un hombro, pretextando que se trataba de un efecto de la vacunación. El documento desvariante era, por supuesto, filmado por alguien que también a los gritos pedía la presencia de un médico y gritaba su número de documento al son de: “Esto es verdad, no se vacunen”. La señora, en el colmo del ridículo, sacudía en la mano una espumadera, que no se le pegaba a la esplendorosa pechuga, faltaba más.
Cualquier persona razonable podría inferir que si alguna vacuna contra el Covid-19 produjera el efecto de magnetización, este se produciría a lo largo y a lo ancho del cuerpo de la señora, y no solo en la zona de inoculación de la vacuna. Sin embargo, recibí el video como una prueba de los efectos perversos de la vacunación. Tal vez yo tenga el cerebro abducido por los marcianos o el microchip inoculado me esté afectando las neuronas.
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