Apuntes en viaje

La Academia

Los martes remontamos juntos la experiencia del juego que a la vez es competencia y la actividad de asomarse en el horizonte más próximo de la evasión.

Foto: MARTA TOLEDO

Los martes por la tarde juego al ping-pong con Gonzalo S., escritor, docente, periodista (no siempre en ese orden) y amigo. La situación se repite en loop: él gana, yo me esfuerzo, siempre de manera infructuosa, pero al menos lo intento. Entonces el juego, que es a la vez competencia absurda por una corona de hombría, se convierte en la excusa para vernos, suspender tiempo y espacio entre paréntesis, pasar el rato entregados a la charla. El bar como institución; nuestro refugio pasajero.

Pasan los años y Gonzalo sigue siendo para mí un misterio sin revelar, una estructura funcional a su ficción, un sujeto que sufre la felicidad como una enfermedad. En cada expresión emplea un tono de remordimiento defensivo que su descomunal intuición no logra empujar hacia un segundo plano. A veces solo busca despegarse de lo que le ha estado provocando su sombra, vaciar el interior de los pensamientos negros. El tiempo convirtió a Gonzalo en una unidad atomizada: leer, escribir, dar clases; aunque también deprimirse, recibir una pequeña herencia, viajar, desaparecer.

(Detrás de la barra cohabitan dos lámparas enanas junto a pósteres de fernet Branca; del cielorraso pende la ristra de lámparas en tubo que derraman luz fofa, imprimen la frialdad de una cueva sepultada en un glaciar. Justo antes del ingreso a los baños, estantes de acero inoxidable acumulan vasos y vajilla metódicamente desplegados por el bachero, un individuo en crisis con su peinado, con cara de sueño, grandes orejas, las cuerdas gruesas del ceño. Está metido en un jogging Le Coq Sportif azul oscuro, hunde la mirada en el aire. Nosotros dejamos por un momento las paletas para trenzar una nueva charla.)

Frente a una situación dramática que amenaza llegar al pico de revelación con la que todos soñamos cuando hablamos en profundidad con alguien, Gonzalo se repliega para morderse la lengua. Las sensaciones proceden en el interior y se quedan ahí, sin entregarse a la vergüenza de la sinceridad. Los issues de Gonzalo son la debilidad corporal –exuda una hipocondría alarmante–, el deseo, la literatura, la pareja, la política, las clases, los viajes y, sobre todo –y aquí tenemos el elemento más aterrador del sistema–, una única certeza: la de que todo lo que está por venir será peor.

De forma que teje su guion psíquico acorde al tamaño de la angustia, y lo ejecuta a la perfección, con desesperación y frialdad, la misma de quien practica un trasplante de médula. Su obra (no me refiero solo a los libros que escribió, o artículos, sino también a los mails o whatsapps) puede leerse como una preocupación acerca del funcionamiento estúpido del mundo, donde apunta a desmitificar la inteligencia, el gusto, el poder burgués. Sus reflexiones en voz alta pueden tanto concentrarse en epigramas de cinco palabras como expandirse en consideraciones sobre los problemas generales del lenguaje y los grandes conflictos de la humanidad.

Decía entonces que los martes remontamos juntos la experiencia del juego que a la vez es competencia y la actividad de asomarse en el horizonte más próximo de la evasión. Martes a martes, página por página, escribimos (con una tipografía atolondrada) una novela vital dispersa, a cuatro manos, que solo puede ser imaginada como hazaña entregada a la gracia de la aventura imposible. Ese pequeño cosmos que germina como afluente en La Academia y ofrece el arsenal de pensamiento para fabricar un gesto de confianza en el otro, y de desconfianza del mundo como organizador de sus propios acontecimientos.