preguntas

Juvenilia

. Foto: Cedoc Perfil

Es cierto, sí: sabíamos lo que era la gloria, pero no sabíamos lo que era el loor. Intuíamos, de todas formas, que unido como estaba a la gloria, sería una cosa buena, y por ende se la ofrendábamos convencidamente a Domingo Faustino Sarmiento en esos ritos escolares septembrinos en los que, atiplados, le cantábamos a voz en cuello su himno. De hecho un poco antes, en agosto, le había tocado el turno a José de San Martín y algo análogo nos había pasado en la parte hímnica del honra y prez. Honra sabíamos, pero ¿prez? Ni qué decir lo que pasaba al entonar algo cansinamente Aurora, que por lo demás era una rutina de frecuencia diaria: la cantábamos casi en su totalidad como si proviniese de los experimentos de las vanguardias rusas con el lenguaje transracional, o se la hubiese extractado de En la masmédula de Oliverio Girondo.

Ya no en el nivel lexical, sino en el nivel sintáctico, las ceremonias de la escolaridad de ese entonces nos hacían pasar a menudo (o hacían que a menudo pasaran por nosotros) los trances de dislocación del hipérbaton: desde “la niñez de amor un templo te ha levantado” del Himno a Sarmiento, hasta “sordo ruido oír se deja de corceles y de acero” del imbatible hit que era y es la Marcha de San Lorenzo (y aun en las estrofas del Himno Nacional Argentino, hoy suplidas en general por el “oooooooh” de las fervorosas tribunas, constaba esa partecita algo intrincada: “ved en trono a la noble igualdad”).

Hoy me resultan experiencias educativas fundamentales. No por lo que aportaban al propósito de insuflar una emotividad patriótica en el alumnado, sino por lo que suponían en términos de la relación con el lenguaje. Había un juego significativo entre la comprensión y la incomprensión; eso que sí entendíamos transcurría sobre un fondo de algo que no entendíamos, que quedaba por entender. Y el enrevesamiento del orden convencional de las frases hacía que todo en algún punto se complicara, perdiendo su linealidad más confortable.

Eso aprendíamos, ni más ni menos: que había cosas que no son simples, que había cosas que costaba entender. Cabrá preguntarse, tal vez, si cierta precipitación posterior por allanar toda dificultad y satisfacer los gustos preexistentes, en un afán de asegurar comprensiones prontas y garantidas, no terminó siendo perjudicial: si en lugar de estimular lectores más avezados, lectores más diestros, más de esmero y concentración, redundó en su exacto opuesto: en tropiezos para discernir incluso textos más o menos sencillos.