Jugar a Dios
Por trabajo, me hospedo en un típico hotel corporativo, pletórico de avances tecnológicos que van haciendo desaparecer a los empleados de carne y hueso, aunque no sean necesariamente más eficaces. La botonera del ascensor se lleva todos los premios a la inutilidad porque ningún pasajero descifra cómo usarla. “El truco es que, en vez de apretar, hay que deslizar la mano para el costado y tintinea la lucecita”, nos salva el conserje y agrega: “¡Hay que hacer un curso para entenderlo!”. No me quejo siquiera internamente porque hace un tiempo que vengo intentando no despotricar contra los avances tecnológicos, no ir en contra esa “furia ciega y sorda” que, según Juan Filloy, es el progreso.
Unos días después, me toca hacer un trámite en la prepaga. Como tuve que ir a los consultorios externos, aprovecho y me dirijo al mostrador en el que se lleva a cabo, pero el empleado que me atiende dice que “es un trámite que ahora solo se hace telefónico”. Le pido el número y me lo da, aclarando que “también lo podría hacer con la app pero justo hoy no porque…”. Utilitaria, dejo de escucharlo; no quiero prestar atención a lo que no me aporta. Llamo, dispuesta a bancar esas musiquitas dilatorias, pero, al toque, atiende el empleado que se negó a efectuar el trámite en persona. En un paso de comedia, terminamos haciéndolo a centímetros de distancia el uno del otro, yo desde mi celular y él desde su conmutador; estamos tan cerca que casi nos podemos oler, parecemos actores de una película de Martín Rejtman.
Esa tarde, en el chino, la fila se demora porque a alguien no le funciona Mercado Pago o Modo. Pensar que con efectivo (encima tengo cambio) hago tan rápido… Me tienta volver a mi estado anterior, cuando criticaba la tecnología con fervor, porque la escena es medio como lo del botón del ascensor o lo de la prepaga, pero prefiero no hacerlo. Rebusco en la memoria los argumentos en favor de la digitalización total y no aparecen, solo alcanzo a recordar los que justifican la sustitución del trabajo prometiendo que tendremos tiempo para hacer lo que realmente nos gusta, pero no puedo articularlos de manera convincente. Estoy a un tris de reavivar mi fetichismo por el celuloide, el vinilo, el libro en papel y el dibujo manual. Me desespero, no quiero volverme medievalista otra vez. ¡Cuidado!
Tratando de calmarme, pienso que, en su inutilidad, en su capacidad –bastante humana– de errar, en la tensión entre agilizar y entorpecer, los avances que no terminan de funcionar, pero se imponen, tal vez manifiesten algo de aquello que solaza al hombre desde que el mundo es mundo. Quizás, en la fricción digital, en no hacer más lo que hacíamos para que algún dispositivo lo haga por nosotros, incluso aunque lo haga mal, haya un gesto barroco, caprichoso en el buen sentido, artístico. Sigo dándole vueltas al tema (no da para otra cosa, estoy ahora en el banco esperando un turno de caja porque murió mi homebanking, y no puedo mirar el celular ni tengo un libro) y pienso en las redes sociales, los usuarios scrolleando sus propios feeds como quien se mira al espejo. Me viene de golpe un dicho árabe que dice algo así como que todos, en tanto creación divina, somos como ojos de Dios mirándose a sí mismo y, exaltada, casi epifánica –acaso influenciada por la adrenalina que me da que solo falte un número para mi turno– digo ¡claro!, ¡la tecnología puede acercarnos a Dios!
El estado de beatitud se corta cuando recuerdo que no hay nada que manifieste tan poco lo sagrado como el ser influencer, un sujeto influenciado por otros influencers y por el propio medio en el que tiene que influenciar. Vuelvo a las diatribas contra la sustitución tecnológica del proletariado, los peligros de la IA generativa para el arte y blablá. Termino llena de odio, como antes de amigarme con el progreso, y encima exhausta. Pero extraño mi celular y empiezo a sentir que el avatar de Santiago Siri me llama. Tal vez, los diseñadores, ingenieros, matemáticos y desarrolladores sean Da Vincis de nuestro tiempo. ¡Si hacen cosas geniales! Aunque el genio, se sabe, puede ser un genio del mal…
El ping-pong entre el recelo conspiranoide y la aceptación seudomística de la vida digital continúa hasta hoy. No me decido. Es que la tecnología es maravillosa y aterradora, necesaria y superflua, sensual y estúpida; es como Dios y el diablo al mismo tiempo.
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