Inconsciente virtual
Algo me trae una novela en proceso que perdí de vista hace unos largos meses. No sé qué es, pero empiezo a tenerla muy presente. Fueron varias las veces que, en las últimas semanas, pensé en algún fragmento de ese libro.
En la novela, la protagonista sueña que se le caen sus pastillas anticonceptivas sobre la pileta del baño. Acto seguido, corre hacia el freezer de su casa con una maleta llena de pequeños embriones, que pretende congelar.
¿Por qué algunas imágenes vuelven a traernos algo de una novela o película, mientras otras no? Creo en la potencia de la remembranza. Hay algo de bondad literaria ahí. Quizá es por eso que, tras el recuerdo de aquel intenso año de trabajo con la autora –más un largo rato de receso–, me siento habilitada a preguntar qué pasó con aquel manuscrito.
Sé que muchas veces los textos cobran otras formas, van al teatro, se convierten en cómics, cambian de peinado, se travisten a otros formatos y géneros o, simplemente, se cajonean por años. No quiero que una novela buena se pierda entre los proyectos abultados de una mujer inteligente, así que me atrevo a hacer algo que no practico demasiado, y que hoy me resulta vital: abro el Instagram para escribirle.
Pero…, ¡oh, casualidad! ¡Tengo un mensaje de la autora! Así de increíble y casual como lo leen. Ella me habla de retomar el trabajo, de darle una peinada final al texto y de revisar su coherencia. Sorprendida con el azar, le cuento a mi hijo la premonición sucedida. Se lo comparto como algo extraño, levreriano, raro, de transmisión de pensamientos. Mi hijo ríe, por no decir que se ríe de mí, y dice que no se trata de nada esotérico, sino del inconsciente virtual. Azorada, le pregunto qué es eso. “No sé”, me responde, “pensémoslo”, y esgrime una fugaz teoría del inconsciente freudiano del siglo XXI en la que las imágenes de internet que vemos-no vemos, y volvemos a ver-no ver, van conformando un mundo al que nuestra conciencia no accede, pero sí va visualizando, sí contempla lejanamente. Todo aquello que scrolleamos al pasar nos hace proclives a ese mundo, del que nos sentiremos parte aun sin saberlo.
La capacidad de pensar el presente de un joven de 21 años, la frescura con la que puede reescribir en el aire una teoría centenaria y seria que solo conoce como analizante, me sorprende gratamente. Tanto, que le pido permiso para traerles acá su idea.
Ahora, siguiendo su elucubración, sé que seguramente la autora y yo hemos estado viéndonos sin vernos, y pensándonos sin hablarnos a partir de “andá a saber cuáles” estímulos fotográficos.