Hueles lo que eres
Soy nariz porteña, la que se lleva puestos los aromas de los árboles, choris en la Costanera, medialunas recién hechas. Ni siquiera tengo que estar atenta, ingresan en mí, aunque las personas anden distraídas. De golpe una sensación proviene de una esquina, se alborotan mis narinas y listo, un asado de obra detiene a cualquiera. No todos perciben el impacto que me producen ciertos efluvios. Hay cuerpos entregados a los poemas del olfato. Suelen ser los caminantes menos absortos, dispuestos a encuentros inesperados: una sonrisa, una arquitectura o un perfume. Ahora, por ejemplo, es el tiempo de los tilos. Me vuelvo loca a cada cuadra; sus aromas arrebatadores me dejan exhausta. Es un árbol que pasa desapercibido en invierno, y a finales de la primavera acapara todas las olidas. Encima el tilo, seductor, emana por oleadas. De los manojos de florcillas que penden acicaladas, de a momentos brota un dulzor irresistible. Si al menos fuera nariz de cuento, podría desprenderme del cuerpo que me obliga a continuar caminando y así permanecer varias horas bajo la sombra del árbol más exquisito de diciembre. ¡Como aprovecharía la pluma de Gogol para extraviarme un rato! Inolvidable el cuento que lleva mi nombre, “La nariz”, donde una de las mías, fugándose por San Petersburgo a principios del siglo XIX, juega con los escalafones de los funcionarios.
Pero no soy nariz de cuento. Tampoco me han dedicado un poema (por suerte), como el satírico soneto de Quevedo, burlándose del naso de Góngora; ni siquiera de novela, como la mentirosa de Pinocho. Lo dije al principio, soy nariz de Buenos Aires, que a veces no lo son tanto… También tengo que vérmelas con olores fatídicos: cacas “olvidadas”, brea quemada cuando asfaltan una calle, o los vahos del Riachuelo en Sudestada.
Las personas que reparan en los perfumes momentáneos suelen revelar predilecciones profundas que no requieren de palabras. Gracias por tenerme en cuenta, sobre todo ahora, en el tiempo de tilos.