Hogar, dulce hogar
Veranear supone pasar el verano en alguna parte. Con suerte, claro. En los destinos posibles parecen jugarse distintas identidades que a su vez suelen estar subordinadas al infaltable y desigual poder adquisitivo. El 2025 viene mostrando la hilacha de la repetición. Unos cuantos ya lo han vivido y el déjà vu es tan preocupante como oportuno para rajarse. Irse afuera resultaría más económico, sobre todo para quienes cuentan con millas que les permitan sortear los costos del pasaje. Sin embargo, no todo lo remoto –como el pasado– es mejor. El azul turquesa del Caribe, el profundo de Australia o el cristalino de las playas doradas de las islas griegas parecen ganarles a nuestros balnearios relativamente fríos y encarecidos. ¿Pero acaso Mar del Plata no sigue siendo una meca de la costa argentina donde lo impensable convive con lo previsible?
Tras las inundaciones de Florianópolis: cómo están las playas y cómo sigue el clima
Acabo de regresar del Ecuador, una playa desconocida y muy querida llamada Olon, y no puedo negar el disfrute del bolsillo holgado; el kilo de limón a menos de 1 dólar, camarones al paso por un par más, o salir a cenar, rico y completito, por 6 dólares. Sin embargo, ya de vuelta, sumergida en las aguas dulces y amarronadas de las islas del Tigre, experimento las maravillas de lo próximo. Tan cerca, tan pródigo. Un río sereno, blando, para nadar con la tranquilidad de salir en cualquier muelle, árboles de sombras amigas: casuarinas, sauces, cipreses. Flores, pájaros, gente sin pretenciosidad y buenas conversaciones, gozando de esta cercanía inaudita. A menos de 40 kilómetros. Verdadero umbral, onírico, cultural. Una forma de irse, llegando extraña y velozmente a lo más recóndito y añorado de nosotros mismos.
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