esperanzas

Hablar o escribir

. Foto: CEDOC PERFIL

Habiendo proliferado como hongos, los streams no resultan, salvo un par de excepciones, aceptablemente rentables. Las razones son múltiples. Algunas, relacionadas principalmente con la falta de capacidad para llegar a públicos masivos e internacionales, se analizan con bastante detalle en ¿Cuál va a ser el streaming de 2025?, texto informal pero enjundioso, publicado en Nada Respetable (Substack) que cataloga “la oferta de streaming argentina” como dividida en cuatro géneros bastante penosos y perfectamente comprobables: “Futbolismo marginal, Post-progresismo para normies, Libertarianismo gamer y Tardokirchnerismo pretencioso”. Con semejantes propuestas, no es extraño que la llegada a la cantidad necesaria de consumidores para dar sumas significativas de dinero se complique. Pero las redes, que fueron estableciéndose como única fuente de información para mucha gente, se acostumbraron a su inmediatez de diálogos frescos, chistosos, bebida en mano, que para algunos configuran una nueva cultura, igual a la televisión, pero pobre.

Este panorama lleva a pensar en las diferencias entre hablar y escribir, al momento de comunicar. El dinero de la gráfica, generalmente, no constituye una razón de peso para elegirla. Además, a nadie le importa que las limitaciones de formato impuestas por la necesidad de imprimir (cantidad estricta de caracteres, chequeo de datos, redacción correcta, etc.) den un marco menos volátil que el ofrecido por los audiovisuales diseñados para ver por celular. Gracias a la vida digital, escribir para el papel –actividad que otrora fue mainstream del mainstream– parece haberse transformado en algo irremediablemente anacrónico.

En una entrevista, Alan Pauls, a propósito de su libro Trance, adjudicó a la lectura atributos aplicables al gesto de escribir en la actualidad: “Es una práctica lineal, de la continuidad, de la sucesión, de la frecuencia. Es una práctica muy atemporal y me parece que cada vez más la civilización tiende a la simultaneidad, al montaje, a la espacialidad. La lectura exige ciertas inversiones que cada vez son más raras o cada vez tienden a archivarse en nichos un poco minoritarios o desprestigiados”.

Este desprestigio de lo escrito e impreso tiene un carácter lo suficientemente extemporáneo como para ir perfilándose, aunque parezca absurdo, como contracultural. Por obligar a leer algo más articulado que un tuit o posteo y eludir el facilismo de charlar a cámara, la escritura –para decirlo de alguna manera– tradicional potencia su inherente capacidad para cuestionar las nuevas hegemonías culturales, no solo desde el sentido, sino, por contraste, desde la forma.

Aunque puede no ser así. En tal caso, me aferro a la esperanza sembrada por Pauls, en la misma entrevista, cuando dice que leer (o escribir) es algo que exige “cierta concentración, cierta exclusividad, cierta paciencia, cierta fe en lo residual, en algo que no necesariamente va a dar frutos inmediatos (…) Tal vez los efectos más interesantes no aparecen a corto plazo, sino que van liberándose con el tiempo”.