Género generoso
Sin un ápice de la atención puesta sobre la nueva Nosferatu, La familia del Vurdalak, ópera prima del francés Adrien Beau, estrenada en la edición 2023 del Festival de Venecia (también estuvo en el Bafici), es otra más de vampiros, pero tiene la rara virtud de la singularidad. Basada en un relato de Aleksey Konstantinovich Tolstoi (pariente lejano de León), muestra el encuentro desafortunado del marqués de Urfé, frívolo emisario del rey de Francia, con una familia pobre de campesinos del este europeo, asediada por los turcos. Con mucho de La danza de los Vampiros de Polanski y con bastante de la Nosferatu de Murnau, enaltece al género gracias a la decisión de retomar sus modos primigenios de representación cinematográfica. Filmada en esa reliquia que es el Super 16, se aleja irreversiblemente del consenso estético de esta época fanática de los efectos digitales, con una marioneta interpretando a uno de los protagonistas en pie de igualdad con los actores de carne y hueso.
Lo que hacemos en las sombras, comedia de 2014, escrita y protagonizada por el guionista, músico y actor neozelandés Jemaine Clement, es un digno antecedente de La familia del Vurdalak en su vocación de elegir, aunque con mucho menos rigorismo, los recursos artesanales que el género desplegó en los cines durante sus primeras décadas. Arneses, sangre de un rojo furibundo e inverosímil, máscaras, disfraces, maquillaje. Una pequeña digresión: Clement, que interpreta en Lo que hacemos en las sombras a un vampiro que viene de orgía en orgía desde la época medieval y hoy se adapta como puede a la vida nocturna de Wellington, saltó a la fama por Flight of the Conchords, serie musical humorística poco conocida en la Argentina que resiste incluso más de un visionado, igual que Seinfeld o The it Crowd. Como exhortó Bruno Gelber, según el libro de Leila Guerreiro dedicado a su figura, a unos amigos que no habían visto Vacaciones en Roma, si la encuentran por ahí “¡Precipítense!”.
Pero volvamos al primer largometraje de Beau. Su habilidad para ser original a costa de dejar de lado la técnica contemporánea no es lo único que lo conecta con la vieja historia del género. El relato que eligió ya había sido filmado por Mario Bava en Black Sabbath, de 1963. Pero Beau creó una atmósfera que la crítica juzgó, repetidamente, como extravagante, diferente y personal. No son los mejores adjetivos porque es una película sobria que, como dijimos, se parece a otras al punto de inscribirse en una tradición, aunque sí es personal. Acertó más un medio español dedicándole unas líneas que, a mi manera de ver, constituyen lo más halagador que se pueda decir de una película de uno de los géneros que más generosidad tuvo y tiene con la gran pantalla, o, quizás, de cualquier película realizada en el presente: “Como un objeto encontrado del cine de los 60, por momentos parece una película de terror algo experimental que alguien hizo hace mucho tiempo y enterró para que nadie la viera, por maldita”.
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