Espontáneo, inimitable
Caminar y pensar maridan bien. Ya lo sabían los griegos, que lo hacían con otros para no elucubrar en soledad. Correr y pensar maridan mejor. El cuerpo se cansa y el pensamiento se oxigena.
Por las tardes, N me invita a dejar todo para salir a correr por los campos. Hacerlo, es ver la caída del sol, esa bola inmensa, incandescente, que baña todo de luz.
Mientras corro, adhiero al paradigma de belleza de las flores silvestres. Adaptables a casi toda inclemencia climática, lucen ásperas, pueden pasar por maleza. Es por eso que los tractores las eliminan. Insistentes, ellas vuelven a salir sin que intervenga la mano del hombre.
Es difícil reconocer las plantas que darán flores silvestres. Se parecen demasiado a yuyos y cardos. De aspecto rústico y tallos duros, las encontramos entre pastizales y montes, al borde de los caminos, ocultas entre la siembra e, indefectiblemente, donde da el sol.
Por eso, y para disfrutarlas, hay que aguardar sus primaveras. Muchas de ellas dan flor pocos días al año, se hacen esperar. Nomeolvides, diente de león, manzanilla, pequeñas florecitas de papel, capullos, campanitas… Lejos del ornamento, las flores silvestres no se cosechan. Atraen por su simple aparición azarosa y su espontaneidad inimitable.
Y así como así, abrazan asertivas su destino breve. Saben que no estarán en fiestas pomposas, o en florerías y cementerios. Ellas son del campo, del bosque, de la montaña. No necesitan estar todo el tiempo hermosas. Lo saben las pequeñas y las no tan, flores de las banquinas. Su momento, como todo lo bueno, es y termina.