Espía y performer
Se sabe, en los siglos que nos precedieron las personas ilustres encontraban tiempo para desarrollar varias facetas en simultáneo. El intelectual, militar, diplomático, espadachín y servicio francés Charles d’Éon no fue excepcional. Su singularidad va por el lado del género: aunque no se había trazado el menú identitario del que podemos servirnos hoy, nada le impidió transcurrir buena parte de su vida como Mademoiselle Beaumont. Formó parte del gabinete secreto creado por Luis XV, consagrándose como uno de los primeros espías franceses. Enviado a San Petersburgo, comenzó a draguearse en los bailes organizados por la zarina Isabel I –entusiasta de las fiestas, como su madre Catalina I–, a fin de reclutar aliados para la corona de su país. En Londres, se ganó el afecto de otro monarca, Jorge III, para perderlo después, pero pasó la vejez allí, donde obtuvo un contrato para escribir su autobiografía, entre la enfermedad y el abandono.
Como me gusta mucho Truman Capote, suelo traerlo a colación a cuento de todo; llegué a compararlo en una de estas columnas (un pico de exaltación no me dejó ver lo forzado) con Alberto Fernández. Establecer paralelismos con d’Éon es mucho menos delirante. Travestido de frívolo amigote de las señoras ricas de Nueva York, Capote hizo de espía a fin de acumular información que necesitaba para su literatura y, como d’Éon, recurrió a la construcción del personaje más apto para colar en los espacios en los que buscaba infiltrarse. Los grados de ficcionalización ejecutados sobre sus propias figuras en virtud de objetivos ulteriores llaman a especular sobre la clásica antinomia ficción-realidad. Me parece adecuada, para este caso, la forma en la que la resuelve Saer en El concepto de ficción, al decir que “no se escriben ficciones para eludir, por inmadurez o irresponsabilidad, los rigores que exige el tratamiento de la verdad, sino justamente para poner en evidencia el carácter complejo de la situación, carácter complejo del que el tratamiento limitado a lo verificable implica una reducción abusiva y un empobrecimiento”.
Bajo esta luz, se puede afirmar que, con sus respectivas performances, d’Éon y Capote enriquecieron la realidad, a costa de animarse, como apunta Saer, a dar “un salto hacia lo inverificable”.