Apuntes en viaje

Escuela

Esas primeras mañanas todos cantábamos Aurora con ganas renovadas, volver a la escuela después de las vacaciones largas era un acontecimiento.

Foto: MARTA TOLEDO

La tormenta trajo un poco de alivio al verano caluroso. Rompió algunas ramas, voló hojas secas, papeles, bolsas de nylon. Desempolvó las plantas que ahora brillan con un verde nuevo. Ensució el agua de la pileta de lona, ahora llena de tierra y de plumas. Sopla un viento fresco y en el barrio abrimos las ventanas para airear las casas, calientes aún o viciadas por el aire acondicionado. El cielo sigue encapotado, con esa apariencia de panza de burro, como dicen los peruanos. Las clases empezaron nuevamente.

De chica, el primer día de clase era emocionante: volver al aula con olor a desinfectante y a pintura porque siempre aprovechaban el verano para blanquear una pared o darle una mano de negro a los pizarrones o pintar los pupitres. El guardapolvo, si no era nuevo, almidonado, recién planchado, con el perfume del apresto. El cuaderno sin estrenar. Algunos años, lápices nuevos, cartuchera nueva, una lapicera fuente… casi siempre regalo de Reyes. Esas primeras mañanas todos cantábamos Aurora con ganas renovadas, volver a la escuela después de las vacaciones largas era un acontecimiento. Hablar en los recreos de lo que habíamos hecho esos tres meses. Nadie se iba de vacaciones a la playa, era una escuela proletaria y nuestras familias no se iban de vacaciones. A lo sumo, los que teníamos parientes en el campo o en alguna ciudad vecina allí nos íbamos un par de semanas a entreverarnos con los primos. Pero las vacaciones siempre estaban llenas de aventuras, aunque no nos moviéramos del pueblo, todo era distinto en el verano, todo era más divertido. Navidad, Reyes, cohetes, cañitas voladoras, bombuchas, pistolas de agua, pelopincho, helados, sandía, Carnaval, mascaritas, bailes en la calle, el olor del bronceador que usaban las madres y las tías mientras se azotaban al sol en los patios, a la siesta, el fútbol nocturno, acostarse y levantarse tarde… Hablar en los recreos de las bajas de ese año: los que no volvían porque se habían cambiado de escuela o se habían mudado de pueblo. Hablar en los recreos de “los nuevos”. Siempre que se incorporaba alguien en ese movimiento de entradas y salidas causaba revuelo entre los que estábamos en la escuela desde el preescolar. El nuevo o la nueva traía modismos de la escuela anterior: allá se hacía así o se usaba esto o se decía de este modo. Era raro en un pueblo tan pequeño, cada escuela era un mundo. Lo mejor era cuando la nueva nos enseñaba algún juego nuevo o una nueva figura en el elástico. A la nueva se la interrogaba, pero también se la ponía sobre aviso: con quién no había que juntarse, a qué varones había que ignorar, el quién es quién de la escuela explicado en los diez minutos del recreo.

Esa primera semana además las maestras nos hacían un resumen de todo lo que aprenderíamos ese año y hacían una lista de todo lo que íbamos a necesitar: manuales, libros, mapas, hojas, tabla periódica, compás, etc. Las ansiosas también ocupaban el recreo averiguando quién vendía los libros del año anterior y a cuánto, y tomaban nota. El comienzo de las clases siempre era una fiesta que iba declinando conforme pasaban las semanas, los exámenes, las peleas con las amigas, las arbitrariedades de las maestras… como un globo que se iba desinflando, olvidado al rayo del sol después de un cumpleaños. Cada tanto pasaba algo que renovaba la excitación, el viaje a Buenos Aires o a conocer el túnel subfluvial, los actos de las fechas patrias, las vacunas, la visita de algún supervisor que sumía en un ataque de nervios a las maestras y a nosotros nos daba miedo y gracia sin que supiéramos muy bien por qué.