¿Es un libro un arma inútil para la supervivencia?
Un agua clara moviéndose. El arroyo. Su sonido. Un roce de piedras horadadas. El brillo más nítido en las partes a las que les llega el sol. Destellos que se dispersan. Escribo el recuerdo de aquellos momentos ínfimos para guardarlos conmigo. Para no dejarlos ir.
El arroyo se pierde todo el tiempo en la montaña. Tanto se pierde, que está siempre ahí. Por donde pasa el arroyo va el pie. Miles de senderos son dibujados por el paso de quienes se internan en la precordillera. Si hay río, hay camino. Cada deshielo abre un sendero a su lado. Porque el agua anuncia la posibilidad de más vida y abundancia.
Nos detenemos después de muchas horas de caminar. Veníamos estirando el momento de comer lo que cargamos en las mochilas por el solo hecho de alargar el placer. Se sigue por esa idea. Se sabe que, cuando no se pueda más, habrá una pausa. Entonces empezamos a buscar un lugar. No es acá, tampoco más adelante. Ya aparecerá el sitio exacto y lo sabremos de solo verlo. Tiene que tener su cuota de magia. No es cualquier banquina de tierra, ni en medio del bosque sin su claro, ni sin una piedra donde apoyarse o en cualquier metro cuadrado sin su pequeña cascada.
Ahí está, de pronto. Desde la fractura que originó esta geografía nos espera. Ahí está la postal perfecta y su rayo de sol entrando por las ramas de los pinos infinitos. Un puente de troncos a su lado. Un remanso.
Todo tiene más sabor en la montaña. La fruta, el pan, el queso robado al desayuno del hotel por la mañana. Bebemos y recargamos las botellas con el agua del arroyo. Nazareno se recuesta. Le doy un caramelo y miramos el cielo con la espalda sobre la tierra.
No hay neurosis en la montaña. No hay señal. No hay interrupciones. Faltan muchas de esas cosas completamente olvidables. Y por un rato, por unos días, uno quiere carecer de todas esas cosas para siempre.
Andar las picadas es también abrirles camino a los que vendrán. Cada pisada le hace el mantenimiento al surco. La suela le señala un límite a la vegetación que quiere avanzar. Hasta acá, yuyo. Atrás. Y unos retazos de tela, o ciertas marcas de color sobre los árboles, dan al camino la certeza de que se está en la senda y no se la ha perdido.
La picada es la tregua entre el hombre y la montaña. El punto en donde se expresa una convivencia pacífica. Como la piel del cuerpo, que separa el interior del ambiente. Así. Una larga embajada. Una línea ínfima entre mundos paralelos. El resto humano de una geografía, su huella integrada a la inmensidad.
Cuando ya no hay comida, queda el libro. Hemos retomado el sendero leyendo Las lealtades, de Delfine De Vigan. El alma también se alimenta en las travesías. La civilización condensada en cientos de páginas al amparo de dos tapas. Ideas, lenguaje, traducciones, datos, ficción, verosímil. Todo lo que implica la civilidad, ingresando al territorio de la naturaleza. ¿Es un libro un arma inútil para la supervivencia?
En la siguiente parada, volvemos a leer. Está el arroyo, su sonido, el brillo, el destello del sol sobre el agua fresca, los pies sin medias, la voz de Nazareno leyéndome las palabras que ordenó De Vigan, todo junto en la inmensidad del bosque. Luego al revés, las palabras saliendo de mí. Un capítulo cada uno y el libro que va y viene y es devorado con devoción. Donde el cuerpo se cansa hay un espacio para la cabeza. El equilibrio es perfecto. ¡Si la autora supiera dónde está ahora! Dos adolescentes que se alcoholizan en una escuela francesa integran con nosotros una aventura de montaña.
El delirio de cargar peso innecesariamente de pronto se vuelve cordura, realidad tangible, una buena idea. Helen, la protagonista, ve más allá de las piedras y la vegetación. Como quien sueña, busca algo y desvela aquello que se oculta en la extraña actitud de sus alumnos. ¿Nadie más lo ve? Ella sí. Hay algo en esos chicos. Algo que nadie observa. La institución escolar y cada una de sus partes fallando. La indiferencia, la indefensión, la lealtad a valores y causas obsoletas. ¿Por qué respondemos a esas lealtades? ¿Qué se cifró ahí? ¿Por qué no podemos traicionar aquello que nos reserva un maltrato? El libro es a la montaña lo que el arroyo. Si todo sucedió para llegar a vivir esto, tuvo sentido.
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