opinión

Erudición y riesgo

Emilio de Ípola tenía guardado a Bataille en su reservorio de erudición. La erudición siempre es más un despilfarro que una inversión.

. Foto: Cedoc Perfil

Solemos leer palabras que, muchas veces, ya no sabemos bien qué quieren decir, como si el sentido se hubiera perdido o, a la inversa, contuvieran un código de complicidad estándar, que no haría falta aclarar porque consensualmente ya sabríamos de antemano qué significan. A mí no me sucede ninguna de las dos cosas, sino que esas palabras se me han vuelto meros lugares comunes, comodines gastados de una escritura hueca. Permítanme aclarar un poco este asunto. La semana pasada, en una reseña publicada en un diario brasileño, en el primer párrafo se señalaba que una novela “era tan erudita como arriesgada”. Entonces, me quedé pensando en esas palabras (erudición, riesgo) y en si hay una forma de rescatarlas del abismo de la cursilería, el lugar común y la pavada misma. 

El reseñista mencionaba, al pasar, a George Steiner, así que infiero que para él ese debe ser el paradigma de la erudición. Pues para mí es todo lo contrario. Steiner no es más que un Kovadloff suizo. ¡Ah, pero cuántos idiomas hablaba! Prefiero pensar a la erudición como un reservorio, un depósito levemente abandonado, casi oculto, lejos de cualquier exhibición. Y al que se recurre solo cuando es imprescindible para luego volver a dejarlo en paz. Una breve ilustración: hacia mediados de los 80, cursé un seminario sobre Durkheim a cargo de Emilio de Ípola. En este entonces Durkheim era pensado como un sociólogo organicista, cuya herencia principal es el funcionalismo, es decir, era visto como el padre de buena parte de la peor tradición sociológica. Pero De Ípola lo ponía en relación con Lévi-Strauss, y lo incorporaba a otras genealogías como el estructuralismo e, incluso, el pensamiento crítico. Entre los alumnos había un grupito de neo-troskos, lectores del surrealismo y de Debord que, a los gritos, acusaban a De Ípola de conservador, y le exigían que cambiara a Durkheim por Bataille y “la estética maldita” (curiosamente, o no tanto, uno de esos gritones hoy se convirtió lisa y llanamente en un fascista). A la tercera vez que eso ocurrió, De Ípola suspendió la clase e, imprevistamente, dio un extraordinario teórico sobre Bataille, tan solo para que no jodieran más. Hasta donde sé, De Ípola, nunca escribió sobre Bataille, ni es uno de sus “temas”. Solo –como si fuera poco– lo tenía guardado en su inmenso reservorio de erudición. La erudición, por lo tanto, siempre es más un despilfarro que una inversión.

Queda entonces la palabra “riesgo”. Riesgo es, para mí, la posibilidad de salirse de uno mismo, de pensar en contra de nosotros mismos, si es necesario. Riesgo, por dar un ejemplo reciente, es el que toma Julián López en El bosque infinitesimal. Para López, un escritor ya conocido, que publica en un holding multinacional que apuesta por él (en todos los sentidos del término apostar) hubiera sido más sencillo, creo (lejos de mí querer hablar en su nombre) seguir por caminos ya transitados en sus novelas anteriores. Por ese camino –de esto sí estoy seguro– no hubiera defraudado a nadie. Pero no. Decidió tomar el riesgo de escribir una novela en otra clave, buscar llegar a tierra incógnita. Poco importa si El bosque infinitesimal es buena o mala (más allá de que, en líneas generales, a mí me gustó) importa, ante todo, el riesgo de pensar a la sintaxis como un salirse de su cauce. Al fin y al cabo, la buena literatura se dedica a eso, a defraudar.