Identidad

Elogio de la intemperie

Robinson Crusoe. De Daniel Defoe, publicado en 1719. Foto: cedoc

El Robinson Crusoe de Daniel Defoe, publicado en 1719, es en la literatura lo mismo que suponen en filosofía los grandes pensadores de la Ilustración: la historia de un hombre que –aun náufrago en una isla que cree desierta en el delta del río Orinoco– puede habérselas con el mundo merced a sus amplios conocimientos científicos y técnicos: siembra, recolecta, pesca, caza, cocina… La naturaleza es una poderosa intemperie para él, pero es por completo capaz de gestionarla de maneras que resulten favorables, eficaces, eficientes y productivas. Robinson “se atreve a saber”, tal cual el eslogan que formularía Kant en 1784 en su breve obra Respuesta a la pregunta qué es la Ilustración, “sapere aude!”.

El mundo de Robinson se ha vuelto un mundo cultivado, es decir, colonizado, significativo, un mundo dado para sí y su propia conciencia y comprensión, un entorno en el que la intemperie no es hostil, sino amable, o que al menos él ha sido capaz de hacerla amable, literalmente “digna de amor”.

Sin embargo, a la isla llegan caníbales, y así nos lo relata Defoe en el capítulo XVI, ese momento decisivo de la aventura en el que –por primera vez– Robinson presagia la hostilidad del entorno y decide construir una empalizada para protegerse de esos indeseados visitantes y su ánimo avieso y violento.

Es la primera vez en la que el protagonista de la historia intuye que tal vez la intemperie no sea un lugar feliz para vivir debido a su ausencia de protección, a su falta de abrigo y cobijo. Ahora, con la empalizada, se sabe medianamente seguro y protegido de las inclemencias que pueda depararle el destino, en especial las que provengan de aquellos a los que considera salvajes.

Ahora bien, todo lo anterior ha transmutado a ese hombre ilustrado, y por lo tanto eminentemente libre, en un presidiario, en un cautivo de sí mismo, un hombre destinado a la reclusión, no al viaje que de alguna manera venía prosiguiendo hasta ese momento en la forma de venturosa conquista del mundo.

De ser todo así, la historia de Robinson no podría tener un final menos feliz. Pero lo tiene. Y lo tiene cuando en el capítulo XIX aparece Viernes, un indígena al que Robinson rescata de ser inmolado por los caníbales, y al que el náufrago da nombre según el día en el cual cree haberlo encontrado.

Así, de nuevo la historia progresa, y con Viernes, Robinson vuelve a una forma de intemperie, nueva ahora, pues no es ya la intemperie de la naturaleza isleña, sino la intemperie existencial, la del corazón, la de dos rostros que se interpelan recíprocamente y se reconocen como tales, iguales y profundamente necesitados el uno del otro, la intemperie de la que la condición humana está hecha allí y cuando descubrimos que es la mirada de nuestros semejantes la que propiamente constituye nuestra más verdadera identidad.

*Profesor de Ética de la comunicación de la Escuela de Posgrados en Comunicación de la Universidad Austral.