El tiempo desencontrado
San Agustín escribió sobre el tiempo, igual que Heidegger. San Agustín es el autor de esa frase tan citada según la cual él sabía lo que era el tiempo cuando no le preguntaban por él, pero dejaba de saberlo cuando se lo preguntaban. Heidegger escribió Ser y tiempo, pero no sé lo dijo porque mis intentos por leerlo fueron infructuosos y los abandoné hace mucho (tiempo). Tengo la impresión de que Heidegger es un filósofo que pasó de moda y la moda es un concepto muy ligado al tiempo. Por otra parte, hay muchos libros que tienen la palabra “tiempo” en el título, como el de Proust o Del tiempo y el río, de Thomas Wolfe, cuya lectura vengo posponiendo indefinidamente aunque sin abandonar el propósito. Pero sí leí alguna vez Tiempo de canallas, de Lilian Hellman. Lo leí antes de darme cuenta de que Hellman era ella misma un ejemplar de canalla.
Parafraseando a San Agustín, podría decirse que, en castellano, cuando a uno le hablan del tiempo no sabe de qué tiempo le hablan, si del de la filosofía o el de la meteorología. Así, hablar del tiempo es sinónimo de conversar sobre banalidades, aunque nadie diría que fue banal las discusión sobre el tiempo que en 1922 Einstein mantuvo con Bergson en la Société Française de Philosophie de París. A grosso modo, Bergson sostenía que hay un tiempo vivido, mientras Einstein decía que eso no le importaba a la física, que se ocupaba solo del tiempo que miden los relojes.
Y aquí quería llegar, al tiempo que miden los relojes. O mejor dicho, a los relojes que miden el tiempo, que son casi todos, salvo el biológico. Más precisamente, al reloj de cuarzo, que se inventó en 1920, pero se empezó a comercializar recién en 1969 y se hizo muy popular en las décadas siguientes, cuando los relojes se multiplicaron. En ese entonces, pensé que tener un reloj pulsera o un despertador que medía el tiempo de un modo asombrosamente exacto y costaba aproximadamente un dólar era uno de los argumentos irrefutables sobre el progreso de la humanidad. En cambio, aunque parezca paradójico, es un retroceso que la gente haya dejado de usar relojes de cuarzo para reemplazarlos por el teléfono celular, un objeto mucho más caro, al que hay que cargar a diario (como había que darle cuerda a los viejos relojes). Con esa idea en mente, decidí reemplazar la costumbre de recurrir al teléfono cada vez que me despertaba a la noche por un pequeño despertador descartable para colocar en la mesa de luz. Salí a comprar uno. Me dirigí a la relojería del pueblo y allí la dueña me dijo que ya no se vendían despertadores, pero le quedaba uno por cincuenta dólares, una cifra muy superior a mi presupuesto. Pero en ese momento, se encontraba en el local la dueña de la tradicional heladería de San Clemente, que acudió en mi auxilio diciendo que tal vez el hijo, dueño de un local de juegos infantiles, tuviera uno de los que le habían sobrado de la época en la que los daba de premio a los niños habilidosos. Al día siguiente compré en la heladería el despertador soñado, por el que pagué dos dólares. Me fui feliz, pero también un poco amargado por la absurda dependencia que la humanidad tiene del teléfono. Es que yo siempre creí en el progreso, pero hasta cierto punto: para decirlo en términos temporales, soy un cavernícola que se quedó en la era del cuarzo.
También te puede interesar
-
Otro caso de abuso que confirma la importancia de la ESI
-
Crecerá el número de fake news al acercarse el día de elecciones
-
De muestra basta un botón: así se anticipa el año 2025
-
Los nombres de las estrellas
-
El poder como venganza
-
De nazis, ratas y mandriles
-
Camino de entrada
-
Pequeña teoría
-
El malentendido (II)