El sexo de la narración
Tengo otro motivo para simpatizar con Haraway, y es que vive en Santa Cruz, California, donde también vive Lee Holden.
Me acaba de llegar uno de los libros más breves del año, publicado por la editorial Rara Avis y titulado La teoría de la bolsa de la ficción. Lo escribió Ursula K. Le Guin, conocida autora de ciencia ficción y también feminista, si no estoy mal informado. No suelo frecuentar la ciencia ficción ni el feminismo y debo confesar que nunca leí nada de la obra de Le Guin. Además de su brevedad, me atrajo del libro que el prólogo esté firmado por Donna Haraway, filósofa y antropóloga feminista y poshumanista de quien hace cinco años leí un libro titulado Seguir con el problema. De hecho lo comenté aquí mismo y la nota empezaba diciendo algo similar: que yo no tenía relación alguna con el ecologismo feminista. Sin embargo, Haraway me había caído simpática por la foto de la solapa. A pesar de mis prejuicios, el libro me interesó y me transmitió cierta empatía hacia algo que describí como “un mantra que combina la dureza de la ciencia con la suavidad del cuento de hadas”. Tengo otro motivo para simpatizar con Haraway, y es que vive en Santa Cruz, California, donde también vive Lee Holden, maestro de qigong o chi kung, una disciplina oriental relacionada con la energía, la medicina china y “el arte del poder sin esfuerzo”. Es que Flavia es devota seguidora de las clases de Holden y hasta yo lo soy un poco.
Después de haber escrito la introducción más ñoña de la historia de esta columna, voy a seguir en ese tono para hablar del texto de Le Guin y de la famosa teoría de la bolsa, formulada originalmente por Elizabeth Fisher, que parte de la idea de que “la persona prehistórica promedio podía llevar una buena vida trabajando alrededor de quince horas semanales”. Estas personas eran, en general, cazadoras de insectos y pequeños vertebrados, además de recolectoras de semillas, frutos y otros alimentos que requerían mucho menos esfuerzo que salir a cazar mamuts, costumbre ártica desconocida en las zonas tropicales. Para cazar un mamut se requiere de un arma, es decir, “de un objeto largo y duro para pinchar, golpear y matar”, mientras que para recolectar solo hace falta un recipiente para poder llevar a casa el contenido de la captura. De aquí se deduce que hay un principio civilizatorio masculino, fálico –el arma–, y uno femenino, el bolso, que evoca al útero.
Por otra parte, de la caza del mamut se derivan historias heroicas, de aventuras y suspenso a partir del arma, “esa herramienta tardía, lujosa y superflua”. Esas historias-falo tienen tres principios: viajan como una flecha del principio al fin, tienen como preocupación central el conflicto y necesitan de un héroe. Le Guin reclama historias-útero, historias-bolsa, capaces de recolectar elementos heterogéneos, que permitan escapar del “modo tecno-heroico, lineal, progresivo de la flecha asesina”, diluir los mitos del héroe, “de la resolución y del éxtasis” y combatir, de paso, la idea del humanoide que asciende en la evolución cuando descubre la herramienta para matar, como ocurre en esa célebre escena inicial de 2001: Odisea del espacio, de Kubrick, que siempre me pareció una puerilidad inexplicablemente celebrada como una revelación sobre el destino humano. No les voy a seguir contando de qué se trata el libro, porque cuando el texto es tan corto, toda cita corre el riesgo de convertirse en plagio.
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