opinión

El rincón de los niños

Por supuesto, podría haberme hecho adicto de grande a las historietas, un mundo de enorme riqueza según me cuentan.

. Foto: CEDOC PERFIL

Técnicamente, creo que fui privado de mi infancia. No es que mis padres me maltrataran, todo lo contrario, pero por mi edad avanzada quedé fuera de la edición de libros para niños. Allá por los años cincuenta todo era distinto: los varones empezaban a leer con Sandokán y las nenas con Mujercitas, pero no existía la categoría de libro infantil con sus editoriales, sus autores, sus ilustradores, sus ferias que conforman una variante en miniatura de la industria editorial para mayores, una reducción de escala que hace pensar en las casas de muñecas.

En mis primeros años, tampoco anduve cerca de la historieta o, como se dice ahora, de la novela gráfica. Fue en parte culpa de mi padre, que las odiaba o, mejor dicho, no las entendía y hacía lo posible para que yo no las frecuentara: él tenía una tara y esa tara me hizo envidiar a los compañeritos de juegos que las consumían libremente. Por supuesto, podría haberme hecho adicto de grande a las historietas, un mundo de enorme riqueza según me cuentan, pero preferí seguir de largo en mi ignorancia, en parte porque heredé ese rechazo paterno por los dibujos que hablan (curiosamente, en el cine me estaban permitidos, aunque sigo sin creer en ellos como un arte serio, lo cual es motivo de reproche en casa cada vez que Flavia ve una película de Miyazaki o que hablo con mi amigo Leonardo D’Espósito, fanático de los cartoons de la Warner).

Con ese currículum, nunca debería haber leído Los Fi-nnegan y el fabuloso oso virtuoso de Jano Seitún. Pero todo tiene una explicación y en este caso es que el autor me lo regaló. Jano es hijo de Janfiloso, un amigo que hice en las redes sociales y que desde hace años asiste cada enero a mi cumpleaños en San Clemente. Muchas veces viene con Jano, un tipo discreto y muy simpático, que suele consumir el vino que su padre casi abstemio nos ahorra. Sabía que Jano tocaba el chelo de modo profesional, que había hecho música clásica y popular (comandó la Alvy Singer Big Band y un día nos habló de su admiración por Stephen Merritt), pero que se ganaba la vida como diseñador gráfico, un talento que había descubierto tras estudiar música. Pero los talentos son movedizos: si no se tiene ninguno, como es mi caso, ahí se queda, pero con uno vienen los demás, como ocurre con mi amigo Gonzalo Castro, escritor, cineasta, pintor y no sé cuántas cosas más. Lo cierto es que, un día Jano se puso a dibujar y terminó (o empezó, dado el resultado) por este libro encantador, que cuenta dibujadamente la historia de los dos hermanos Finnegan, un dúo que décadas atrás recorría los caminos estadounidenses interpretando sus canciones (me temo que el libro no va a figurar en el catálogo de Identidades Bonaerenses) y un día se encuentran con un oso cantor, criatura de notable voz y simpático aspecto, aunque, en un principio los Finnegan deciden ocultarlo por miedo a que el público se asuste. Los disfraces que piensan para el oso (algunos recuerdan a conocidos músicos locales) son particularmente cómicos y todo el relato tiene una gracia sutil, lúdica y bonachona que me tonificó el espíritu y me hizo añorar la infancia perdida. Hay cuatro canciones de los Finnegan y el Oso Virtuoso (letra, música e interpretación de J.S.) que se pueden escuchar en una playlist para acompañar el placer de la lectura.