El que se fue
La muerte, desde antes, venía diciendo que llegaba, y uno se preguntaba cuanto iba a tardar su cuerpo en recibirla. Uno se preguntaba, sí, sabiendo que no quería que ocurriera, pero el tiempo ya no sobraba para su cuerpo experto en resurrecciones. La mística no es una política sino una poética donde el recuerdo de las épocas de gloria se compadece, no quiere ver la lentísima decadencia, las agonías del presente. Porque todos lo vimos aunque no creyéramos necesario hacerlo. Los medios, que impusieron el fútbol como pasión a fuerza de una narrativa que convierte al grito en un imperativo categórico, al gol como explosión y alivio del orgasmo que no acaba y se suspende en la espera de su arribo y, consumado, en la espera de su retorno, en la variación de lo idéntico, dejaron también constancia de su aparición como diferencia: hay una frase que siempre me gustó, y la dijo Héctor Libertella. “A mi me gustaba un jugador de nombre Ermindo Onega. Puro lujo, ninguna utilidad”. Él, en cambio, era eficaz a su manera, jugaba y hacía jugar, pero sobre todo enseñaba el arte del acierto, las peripecias de la iluminación. Cuando uno lo veía jugar se daba cuenta de que eso era el fútbol, uno no podía menos que preguntarse a qué se dedicaban los demás.
Peripecias de la iluminación, puse. Recuerdo la primera vez que lo vi, haciendo jueguito con la pelota en el programa de Pipo Mancera. Su vocecita, débil, esperanzada, abriendo el mapa de sueños que después recorrería, pero sobre todo me acuerdo de sus ojos, del brillo que se le escapaba de adentro y contenía para que nadie se lo soplara. Y después, ya en la cancha, la risa encendida, los ojos felices del niño en el cuerpo de un adolescente que crecía y se hacía adulto y se nombraba demasiadas veces. Y después, en el tránsito a una seriedad impostada, a la mitología estúpida de la divinidad (Maradona, amar-a-dona, Maradona como una madre y un padre, el único dios sin ateos en la tierra), ese esplendor de la mirada se vuelve opaco. Y después las largas ceremonias de la despedida, todo lo que ya sabemos y no hace falta recordar, la insoportable duración por décadas de una agonía. Entonces el brillo vuelve a estar velado, se va apagando hasta que el cuerpo vuela en el velorio donde en imaginaria comunión todos somos como él, y morimos y a nosotros mismos nos devoramos para conservarnos vivos.
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