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Él no me dirá adiós

. Foto: Cedoc Perfil

Llama uno para comprar libros. ¿No es una editorial ahí? Le digo que sí, que en verdad es mi casa pero hacemos libros. Me toca hacerle preguntas. Su apuro y algo en su voz me llevan a bajar el tono. Dice que es de una librería online. Trato de venderle con descuento si lleva más de 15. Acepta. Me ofrece traer el efectivo mañana mismo. La oferta es tentadora. Empiezo a armarle una caja de libros. Pienso en los stocks, en cuántos me quedarán de cada título, pero el tipo no me quiere robar más tiempo y me pide que después le pase la lista por escrito. Ok, dame tu celular, pero me corrijo, para qué, mejor al cortar le escribo al mismo número. Insiste en que su tel es de empresa y está privado, que me va a pasar un código al WhatsApp. Raro. Le pregunto quién le dio mi teléfono y si puede ser él quien me escriba. No. Me llega un código. Su apuro es mi principal sospecha. El número es enorme y trae debajo una leyenda pequeña. Las palabras en último plano, bien abajo. Yo te llamo, le digo. Parece que nada será como propongo. Me explica que no estoy entendiendo y que tengo que darle ese código. A esa altura ya sé que es una estafa. “No le dé este código a nadie”. Le digo que no puede pedirme eso. En verdad, quiero explicarle yo a él, apaciguarlo, no entrar en su ritmo. Que no me robe, claro, pero más aún que no me explique. El diálogo de sordos sigue. Cuando no queremos ceder, las conversaciones se estresan, se retuercen y mueren sin que nos hayamos comunicado, sin que sepamos nada del otro, ni por qué, ni cómo doy vueltas con el cuerpo y con el lenguaje para cortar civilizadamente, que acepte que me está embaucando. Pero pierdo también esa partida. No le voy a dar ese código y él no me dirá adiós.