ANÁLISIS

El hombre que amaba las palabras

Personas como Woodrow Wilson, sobre la base del refuerzo exorbitante de sus deseos y el acatamiento a una sola ilusión sin discernimiento ni limitaciones, influyen sobre su tiempo y la posteridad. También han hecho estragos, que vienen y van desde —y hacia— sus huellas.

Woodrow Wilson político, académico y abogado estadounidense, vigésimo octavo presidente Foto: CEDOC

Dramatis personae (expresión clásica que significa “lista de los personajes de una obra”)

Woodrow Wilson: político, académico y abogado estadounidense, vigésimo octavo presidente desde 1913 hasta 1921.

› Sigmund Freud: médico neurólogo austríaco, padre del psicoanálisis.

 

Según afirman diversos teóricos, el idealismo de Woodrow Wilson influyó en la política exterior de los Estados Unidos, en particular en la doctrina de la intervención humanitaria y la promoción de valores democráticos y derechos humanos. No hubo un estadista europeo del siglo XX que tuviese logros comparables, tan duraderos, ni una influencia igual de extendida.

Su presencia en la Conferencia de Paz de París en enero de 1919 y su aporte para la creación de la Sociedad de Naciones fueron considerados relevantes. Durante sus primeras semanas en Europa, al participar en la reunión de los cuatro grandes (Estados Unidos, Francia, Italia y el Reino Unido), fue recibido como un salvador. En Alemania, los soldados que volvían extenuados a su país atravesaban un penoso pórtico de honores: “Bienvenidos sean, esforzados combatientes, Dios y Wilson seguirán ayudándolos”.

El Pacto de Versalles, que oficialmente puso fin a la Primera Guerra Mundial, se firmó en la Galería de los Espejos de aquel palacio clasicista y barroco. Woodrow Wilson saludó el acuerdo —que en realidad era una Paz Cartaginesa— como “un seguro del noventa y nueve por ciento contra la guerra”. Sin embargo, no fue ratificado por el Senado de su país y, veinte años más tarde —el 1° de septiembre de 1939—, comenzaría la Segunda Guerra Mundial.

¿Qué había sucedido?

En 1966, un cuarto de siglo después de la muerte de Sigmund Freud, se publicó el libro titulado “El Presidente Thomas Woodrow Wilson. Un estudio sicológico”, firmado por el psicoanalista y por William C. Bullitt, diplomático y novelista norteamericano. Freud y Wilson habían nacido el mismo año, 1856. El volumen es un análisis realizado por ambos, luego de otra muerte: la del analizado, el propio Wilson. 

El vigésimo octavo presidente de los Estados Unidos empezó su vida en el sur de Virginia, uno de los primeros estados en separarse de la Unión, para sumarse a la Confederación. Hijo de un ardiente ministro presbiteriano y esclavista, a quien llamaría “mi incomparable padre”, recibió desde niño la certeza de que las palabras eran objetos vivos para ser venerados. La medicina de retórica y religión que prescribía su padre a aquel hijo enfermizo y con gafas fue engendrando un estadista presbiteriano.

Es cierto que Freud no simpatizaría con él. Pero David Lawrence, quien publicó un libro sobre su vida, o J. Maynard Keynes, que aludió a aspectos de su carrera —además de muchos otros autores— delinean su itinerario. El conocimiento profundo de un hombre puede llevar a un cálculo preciso sobre sus realizaciones. Personas como Wilson, sobre la base del refuerzo exorbitante de sus deseos y el acatamiento a una sola ilusión sin discernimiento ni limitaciones, influyen sobre su tiempo y la posteridad. También han hecho estragos, que vienen y van desde —y hacia— sus huellas.

Una historia argentina

Su devoción y su tasación de las palabras decidieron la personalidad de Wilson. Parafraseando a Winston Churchill, los individuos y las naciones suelen ser destruidos por el abuso de las mismas cualidades que establecieron su preeminencia.

Respecto a la verdad, es necesario remarcar que decirla está sustentado en la conciencia y debe basarse en el acatamiento de los hechos. Por el contrario, Wilson manifestaba que los hechos carecían de importancia. La verdad literal de su presbiterianismo logró que —si embestía contra sus deseos— el mundo exterior real no existiera.

El transcurso de los años forjó una personalidad irritable, huidiza, desconfiada, conflictuada y conflictiva. Un fanático, con los peligros que esto conlleva, cuando debe decidir sobre la vida y la riqueza de sus compatriotas, siendo que había ganado su reelección con el eslogan “¡Nos mantuvo fuera de la guerra!”.

¿El cerco?

En diciembre de 1916, frente a los deseos del hombre que amaba las palabras, aliados y alemanes le ocasionaban virtualmente las mismas sospechas. En enero de 1917 —desde los fulgurantes pasamanos del Cielo—, pronunció su exigencia sobre una “paz sin victoria”. En abril de ese año, el presidente Woodrow Wilson declaró la guerra a Alemania. El mundo se invirtió de golpe. Durante 20 meses, Estados Unidos derramó una catarata de sangre y de bienes.

En octubre de 1918, durante las negociaciones de armisticio con los aliados, los desafió por diferencias en la inclusión de una Liga de las Naciones. En noviembre, porque deseaba presidir la Conferencia de Paz, aunque se celebrara en París. Los gobiernos de Europa respetaban al Wilson que ejercía el poder de Norteamérica, pero no al líder moral que él quería ser. También se negó a cooperar con los republicanos de su país, porque no quiso llevar a Europa a dos de sus líderes más destacados.

La “paz justa y duradera” quitó a Alemania sus colonias, parte del territorio, redujo sus fuerzas armadas hasta el punto de sólo “mantener el orden interno y contener el bolchevismo”, la obligó a pagar enormes sumas en reparaciones de guerra y la declaró responsable de haberla causado, lo que tuvo implicaciones políticas y sociales. El gran resentimiento generó tensiones. En enero de 1933 Adolf Hitler fue nombrado Canciller.

Un león no se va del Serengueti

Woodrow Wilson sufrió un ACV incapacitante en octubre de 1919. Su segunda esposa, Edith Bolling Galt, se transformó en una especie de presidente secreta de los Estados Unidos, hasta marzo de 1921.

Tras terminar con sus responsabilidades públicas se apartó de toda actividad y murió en febrero de 1924. Enterrado en la Catedral Nacional de Washington, fue el primer presidente en tener su descanso eterno en la capital de los Estados Unidos.

La lápida de Sigmund Freud, diseñada por su hijo Ernst, tiene una inscripción que dice: "Sigmund Freud, 1856-1939".

 

ML