Ecos de Zelig
En la entrevista que le hizo a Leandro Santoro el 9 de octubre de 2020, Jorge Fontevecchia le preguntaba al legislador de la Ciudad por el Frente de Todos qué pensaba de la posibilidad de que Alberto Fernández padeciera el síndrome de Zelig, como algunos afirman. Santoro respondió que eso era tema para un psiquiatra o un presidente (aunque no aclaró por qué un presidente debería emularse a un psiquiatra). El síndrome de Zelig, bautizado así a partir de la película de ese título, filmada por Woody Allen en 1983, describe una rara dolencia de la cual se conoce un solo caso, reportado en el hospital Clinic Villa Camaldoli de Nápoles. A raíz de un episodio de hipoxia (falta de oxígeno), el paciente referido sufrió un daño en los lóbulos frontal y temporal del cerebro, cuyas consecuencias fueron trastornos de la memoria y de la conducta que lo llevaron a la pérdida de control sobre su identidad. Se identificaba de manera mimética y confluía simbióticamente con quien tuviera ante sí. Se decía y se creía abogado frente a un abogado, médico frente a un médico, carnicero ante un carnicero, etcétera. Woody Allen imaginó a un personaje que, a partir de los años 20, llevaba al extremo esa característica y mutaba en psicoanalista junto a Freud, en dirigente nazi junto a Hitler, en negro si su interlocutor era negro y así hasta el infinito. Su nombre era Leonard Zelig, alias el Camaleón. Una vez identificado con quien resultara su espejo del momento, Zelig llegaba a decir cosas como esta: “Freud y yo llegamos a la conclusión de que la envidia del pene no es solo femenina”.
Como es habitual en su obra, este enorme cineasta contemporáneo (mal que les pese a los moralistas, fanáticos de la cultura de la cancelación) exploraba en ese film, tras una apariencia cómica, perennes cuestiones existenciales. La película era una reflexión sobre la identidad, sobre la necesidad humana de ser aceptado, sobre la empatía, sobre la responsabilidad, sobre la pérdida del sentido de la vida. De ahí en más, toda conducta en espejo, o confluyente, como la reportada en el hospital napolitano, se consideró una manifestación del síndrome de Zelig. Imposible saber si Alberto Fernández lo padece, en eso hay que darle la derecha a Santoro. Pero a la luz de los hechos es verdadero su recurrente tic de decirle a cada persona lo que él supone que ella quiere escuchar. También su capacidad para desdecirse sin el menor rubor (al menos las cámaras no lo registran), afirmando un día lo que negaba el día anterior, o viceversa. Se mostró alfonsinista, menemista, delarruista y kirchnerista. Puede actuar y sobreactuar su fidelidad a la persona a la que tiempo atrás denostaba de un modo que parecía irreversible (su vicepresidenta y mandataria). A medida que más y peores consecuencias de orden económico, sanitario, social o educativo provocan las decisiones y acciones de su gobierno, con mayor frecuencia y variedad se suceden esas conductas. Esta semana se atribuyó como una especie de extraño e inentendible triunfo su presunta predicción de la segunda ola de la pandemia (algo que en el mundo se sabía desde hacía meses y que en la Argentina se manejó con el “vamos viendo mientras vacunamos a amigos, parientes y amantes y nos despreocupamos de conseguir vacunas para quienes las esperan y necesitan”). “Al final yo tenía razón”, dijo con un innegable eco zeligniano y olvidando que no tenía razón cuando prometió decenas de millones de vacunas y vacunados para febrero. O cuando presentaba la opción salud o economía. Al final no fueron ni una ni la otra. Un año después la salud, la economía y la educación navegan en una absoluta oscuridad y sin destino. Pero, como si eso no fuera su responsabilidad, se dio tiempo para difundir un video en el cual, mientras miles de argentinos se infectaban o morían por el virus y otros tantos perdían trabajos, quebraban económicamente y abandonaban toda esperanza, él se presentaba poco menos que como viejo compañero de andanzas de Bob Dylan. Como Zelig, ya había pasado a otro tema. Pero hay una diferencia entre ambos, y es que, a pesar de todo, Zelig, por extrañas razones, despertaba compasión.
*Escritor y periodista.
Producción: Silvina Márquez.
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