Opinión

Economía hiperinflacionaria

El "superministro" Sergio Massa debe hacer frente al récord de inflación desde la salida de la Convertibilidad. Foto: PABLO TEMES

John Maynard Keynes y Milton Friedman encarnan la antítesis perfecta de las escuelas clásicas de la economía moderna. El británico formado en la Universidad de Cambridge, que supo delinear la arquitectura internacional tras la Segunda Guerra Mundial, y el estadounidense que inspiró a la Universidad de Chicago para formatear el escenario liberal de las últimas décadas del siglo veinte, tienen puntos de vista diametralmente opuestos en torno al rol del Estado y al lugar que debe ocupar el mercado.

Pero hay una sola agenda en la que coinciden: ambos denostan el flagelo inflacionario. 

“Con un proceso continuo de inflación, los gobiernos pueden confiscar, secreta e inadvertidamente, una parte importante de la riqueza de sus conciudadanos”, advirtió Keynes, que estableció los principios que guiaron al Estado benefactor en Occidente durante las primeras décadas del siglo veinte.

“La inflación es un impuesto sin legislación”, alertó Friedman, que ganó el Nobel de Economía en 1976 por volver a darle protagonismo al sector privado tras la asfixia del financiamiento público, para que los países capitalistas pudieran recuperar la senda del crecimiento con políticas de ajuste emanadas del neoliberalismo.

Keynes y Friedman solo coinciden en algo: ambos denostan el flagelo inflacionario.

Por esa razón, Keynes y Friedman se espantarían por igual si pudieran presenciar lo que sucedió esta semana en la Argentina, luego de que el Índice Nacional de Estadísticas y Censos (Indec) develara el feroz impacto en el aumento de los precios que provocó la turbulencia generada en el gobierno del Frente de Todos, tras la intempestiva y violenta salida de Martín Guzmán, la sorpresiva y efímera gestión de Silvina Batakis y la iracunda y premeditada irrupción de Sergio Massa.

El 7,4% que este jueves estimó el Indec para el aumento mensual correspondiente a julio representa el índice más alto del año, también supera al pico del 7,2% que se generó en abril de 2016 por el aumento en los servicios públicos durante el gobierno de Mauricio Macri y es, además, la cifra más elevada desde abril de 2002, tras la crisis de 2001 y la salida de la Convertibilidad. Pero eso no es todo: desde enero último, el índice de precios al consumidor (IPC) trepó a 46,2% y en el último año llegó a 71%.

No se trata de un problema menor. Según el relevamiento de Expectativas del Mercado (REM), que el Banco Central había presentado la semana pasada, los analistas de la plaza financiera pronostican que la inflación anual llegará a fin de año al 90,2%, lo que marcó una suba de 14,2 puntos porcentuales respecto a la medición realizada a fines de junio, antes de los errores no forzados provocados por la triada Guzmán-Batakis-Massa.

El dato refleja, a su vez, un verdadero problema para la alquimia oficialista. Es que la explicación para justificar la escalada de precios que hasta el momento venía planteando el panperonismo, radicaba en atribuir el drama a una serie de responsabilidades externas. Se sostenía que era un problema que se había iniciado por la herencia macrista, que luego se profundizó por la pandemia del Covid y que más tarde terminó de consolidarse por la Guerra en Ucrania.

Pero, a contramano de lo que ahora se evidenció en la Argentina, esta misma semana se supo que la inflación empieza a ceder en Estados Unidos y Brasil, dos países que habían sido señalados como una suerte de situación espejo para demostrar que la inflación era, fundamentalmente, una debacle internacional.

No obstante, Estados Unidos sorprendió el miércoles cuando informó un inflación del 0,3% para julio, después de que su economía registrara los mayores incrementos en las últimas cuatro décadas. La noticia se conoció muy pocas horas después de que el Instituto Oficial de Estadísticas de Brasil anunciara que el índice de inflación de julio había sido negativo: los precios cedieron 0,68% con respecto al mes anterior.

Está claro que Joe Biden y Jair Bolsonoro tienen diferencias ideológicas pero sus administraciones establecieron recetas antiinflacionarias que tienen una misma base programática

1. Agresiva política monetaria, con inéditas subas de la tasa de interés: La Reserva Federal (FED) de Estados Unidos aplicó recientemente la mayor suba en casi treinta años hasta más del 3% y el Banco Central de Brasil subió once veces la tasa de referencia, que pasó del 2% al 13,25%.

2. Conservadora política fiscal, para equilibrar las cuentas públicas tras la pandemia: el objetivo de Biden es reducir 1,7 billones, gracias a un paquete que incluye una reforma impositiva, a la vez que Bolsonaro impuso en el Congreso una ley que establece un tope al cobro de impuestos sobre energía, transportes y servicios de telecomunicación.

3. Reorientación de los subsidios a la energía, un estorbo repetido en Argentina: la Casa Blanca decidió aumentar la oferta al liberar de sus reservas millones de barriles de petróleo y el Planalto logró un ambicioso recorte de financiamiento público en materia energética que ya empieza a demostrar sus beneficios para las cuentas estatales.

A contramano de lo que ocurre en Argentina, en EEUU y en Brasil la inflación bajó.

En El ciclo de la ilusión al desencanto, los economistas Pablo Gerchunoff y Lucas Llach demostraron que la inflación anual argentina no es un problema de larga data, ya que se mantuvo estable durante la mayor parte del siglo veinte hasta mediados de los setenta, cuando comienzan las convulsiones y la escalada inflacionaria se vuelve insostenible, hasta convertirse en una pesadilla creciente desde el regreso de la democracia.

Gerchunoff y Llach lograron establecer los siguientes periodos para el definir el proceso inflacionario argentino:

-Se mantuvo en un solo dígito entre 1900 y 1944, aunque mostró algunos picos de dos dígitos en 1900-1901, 1917-1918, 1920, 1933, y también aparecieron varios años de alta deflación.

-La tasa anual promedio fue de dos dígitos entre 1945 y 1975, con un gran hito de tres dígitos en 1959 (129,5%) y alzas superiores al 30% en 1948 (31%), 1951 (36,7%), 1952 (38,8%), 1966 (31,9%), 1971 (34,7%), 1972 (58,5%) y 1973 (60,3%).

-Se disparó un ciclo de altas tasas inflacionarias anuales de tres dígitos, en el período 1975-1988, con récords en 1976 (444%), 1984 (626,7%) y 1985 (672,2%).

-Hubo un techo de hiperinflación entre 1989 (3.079%) y 1990 (2.314%).

-La Ley de Convertibilidad redujo la inflación, pero regresó tras la crisis de 2001 con tasas del 20-25% (2002-2017), con dos alzas de 47,6% y 53,8% en 2018-2019, respectivamente.

El efecto inflacionario sufrido desde el Rodrigazo de los setenta hasta la Hiperinflación de fines de los ochenta hizo que la economía argentina fuera categorizada como “economía hiperinflacionaria” por la Fundación de Estándares Internacionales de Reportes Financieros (IFRS, según sus siglas en inglés). La IFRS es una organización privada de prestigio internacional en el área de contabilidad basada en información financiera, cuyo objetivo es “aportar transparencia, rendición de cuentas y eficiencia a los mercados financieros de todo el mundo para fomentar la confianza, el crecimiento y la estabilidad financiera a largo plazo en la economía mundial”. La IFRS no confía en la economía argentina.

Massa debutó en una semana caliente y tiene a su cargo una difícil tarea. Solo resta saber si la capa de “superministro” le sienta bien.