opinión

Dos libros dos

Las páginas sobre la arquitectura y los recorridos de la Guggenheim son insuperables y plantean discusiones bien interesantes.

. Foto: CEDOC PERFIL

Poco a poco la colección Eslabón Perdido, de la editorial Mansalva, se fue convirtiendo en una de las más interesantes series de libros traducidos. A veces con oportunas reediciones, como Manifiesto Cyborg, de Donna Haraway, o Hebdómeros, de Giorgio de Chirico, traducido por el multipremiado César Aira. Otras veces presentando textos hasta ahora inéditos en castellano, como las dos novedades sobre las que versaré a continuación (creo que son novedades: muchas veces las cosas que a mí me parecen nuevas tienen años, en fin, es que salgo tan poco…). La primera es La familia de las formas. Crónicas de arte 1954-1966, de Frank O’Hara, traducido por Claudio Iglesias. O’Hara fue compañero de ruta de James Schuyler, Kenneth Koch y sobre todo de John Ashbery, con quien comparte, además de la práctica de la poesía, el gusto por la crítica de arte. De hecho, La familia… bien podría leerse en dúo junto con Reported Sightings: Art Chronicles, 1957-1987, libro que compila todas las críticas de arte de Asbhery (hablando de esto, justo me enteré que la editorial Kriller 71 acaba de editar en Barcelona Las vanguardias invisibles. Escritos sobre arte 1960-1987, del propio Ashbery, que imagino será la traducción total o parcial de Reported…). Ahora bien, mientras Ashbery ve la tradición de la vanguardia europea como antecedente de la escena artística de la Nueva York de los 50 y 60, de la que sería, bajo el modo de una profunda reformulación, su heredera; O’Hara, igualmente atento a esa tradición, piensa la escena neoyorquina ya no como una reformulación sino como un corte, un quiebre con el pasado, la irrupción de una novedad. En este punto, se podría agregar un tercer texto para comprender las intenciones de O’Hara: Comment New-York vola l’idee de l’art moderne, de Serge Guilbaut, en el que se describe con precisión –y algo de resentimiento francés– el modo en que, en la posguerra, Nueva York pasó a ser la capital mundial del mercado del arte, lugar que antes ocupaba París. Galerías, museos, coleccionistas, dinero, prensa, poder, un deseo manifiesto por dejar de ser provinciana y, por supuesto, nuevos artistas –cuyo paradigma es Pollock– vuelven a Manhattan el terreno de fascinación que O’Hara expresa, a veces con ingenuidad, a veces con agudeza, siempre con una prosa que ilumina de brillantez. Las páginas sobre la arquitectura y los recorridos de la Guggenheim son insuperables y plantean discusiones bien interesantes (qué ocurre cuándo la arquitectura de un museo se convierte ella misma en obra de arte, cómo compite o dialoga con las obras exhibidas, etc.).

La otra novedad es El amor es un arte del tiempo, de Kenneth Rexroth, traducido por Laura Crespi. Alejado o incluso enfrentado a Nueva York, después de un rocambolesco viaje a París narrado de forma más que entretenida en su autobiografía novelada, se instaló en San Francisco, ciudad que pasó a ser sede de cierta contracultura norteamericana en la que Rexroth se sintió a sus anchas. El amor…, publicado originalmente en 1974, es uno de sus últimos poemarios, cargado de pequeñas frases que funcionan como impresiones que imbrican los ciclos de la naturaleza con los del amor: “El amor contiene el final del verano”, o también “Los árboles cuelgan silenciosos/ en el calor…// Abrí tu corazón/ contame tus pensamientos/ o que fuiste/ y lo que sos…”.