Desacompasarse
Esa etapa, esa edad, esa transición: los doce años, los trece; ese pasaje tan cargado de ambivalencias entre una infancia que se va acabando y una juventud primera (hoy se llama adolescencia) que no termina de empezar. Es el tiempo que evoca Cortázar en el comienzo de “El otro cielo”, su cuento sobre la Galería Güemes y los pasajes de París. Hay restos de la infancia todavía, caramelos en los bolsillos por ejemplo; pero hay también una curiosidad flamante, un nuevo anhelo, que indican que esa inocencia, la de la infancia, ya va quedando atrás. El narrador de “El otro cielo” recuerda aquella mirada suya que, en la Galería Güemes, se elevaba hacia los pisos superiores. Y es que ahí había otro cielo, un cielo que prometía el paraíso de los placeres sexuales. Ese cielo habrá de proyectarse después, oníricamente, a París, a los pasajes, a la parte alta de esos pasajes, a la bohardilla de una Josiane idealizada. La edad de la infancia concluye, entre otras cosas, con el despertar del sexo.
“El despertar del sexo” es el título de uno de los capítulos de Infancia en Berlín hacia 1900 de Walter Benjamin (París, los pasajes, el surrealismo, la flânerie: la asociación con “El otro cielo” es acaso ineludible). Es otro relato de fin de infancia. Hay otro andar en la ciudad, porque ya está en edad de aventurarse solo hacia zonas desconocidas. Y esa exploración de la ciudad (si es que no, a decir verdad, la ciudad misma) le revela un mundo nuevo, que nunca había visto o sospechado: el barrio de las prostitutas, las calles donde merodean.
Benjamin sitúa su relato a comienzos del siglo XX. Leído en clave autobiográfica, el asomarse a la Galería Güemes del cuento de Cortázar hay que remitirlo al final de los años veinte. Por ese entonces era común que la iniciación sexual de los varones (la de las mujeres era fuertemente desalentada) fuese con prostitutas. Hoy en día ya no es así, por lo que identificar sexo con prostitutas sería tan torpe y tan burdo como identificar en la literatura una escena sexual con lisa y llana pornografía.
No era sino el despertar del sexo, a los doce, a los trece. La infancia iba ya quedando atrás. Una parte de ese proceso, tanto en Benjamin como en Cortázar, tiene que ver además con un cierto desprenderse del ámbito de la familia. En las caminatas de Benjamin, aparece un aprendizaje: aprender a desacompasarse del paso de la madre. En el cuento de Cortázar, ya en la adultez, la madre no aparece sino para deserotizar escenas (y aun a la buena de Irma, la novia mustia y gris). Liberarse del marco familiar, de sus reglas y sus inhibiciones, es condición de posibilidad para alcanzar la libertad en el sexo.
Es posible considerar el asunto también desde el punto de vista de los padres, o al menos de algunos padres. De algunos padres y su necesidad tan notoria de no enterarse de lo que, ya más allá de los doce o de los trece, ya a los dieciséis o ya a los diecisiete, sus hijos puedan estar en condiciones de saber, lo que acaso ya sepan perfectamente bien.
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