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Decepcionar con ganas

. Foto: CEDOC PERFIL

Una de las hojas del mosquitero de mi ventana suele descalzarse del riel. Me molesta su continua falla y, cada vez que sucede, pienso en tirarla. Alguna vez, incluso, cuando se trabó en medio de algún otro apuro o circunstancia, mi molestia se elevó a enojo. ¡¿Para qué quiero este mosquitero?! Pensé en sacarlo a la calle y olvidarme del asunto. Pero en un intento de relacionarme mejor con las cosas, comencé a prestarle atención a su funcionamiento.

El tiempo que le dedicamos a las cosas que pasan, o que simplemente son, nos permite imaginarlas, estudiarlas especialmente. Algo de ellas puede extrapolarse y ayudarnos a pensar otras cuestiones.

En eso estaba cuando el vecino que vino a reemplazar la tela mosquitera –uno de esos gauchos de ciudad que saben un poco de todo– me explicó cómo volver a ubicar las rueditas. Un dato al pasar solucionó el asunto. Como él dijo, compré unos patines de goma que achicaron unos milímetros el espacio y sanseacabó.

Cuántas cosas se arreglan por el simple hecho de prestarles atención, por quererlas así como son, o mirarlas detenidamente. Funciona también con los errores propios. Hacerse cargo de los defectos da tranquilidad. Todo se puede reparar, no hace falta tirar nada. Todo error puede cometerse muchas veces. Porque sí, porque somos animales de costumbre, porque no alcanza con querer cambiar algo o entrenarse para ser mejor.

Aceptar aquello que intentamos y no nos sale, o la parte que no nos gusta de nosotros mismos, nos vuelve más humanos, más nobles. Es esencial que nos encontremos con nuestras luces y sombras, con nuestros aciertos y los no tanto.

Permitirnos ser antihéroes de nosotros mismos nos abre al reencuentro con ese lado humano que se nos escapa, ese que nos da vía libre para salirnos del riel, del libreto, del objetivo. Decepcionar es una buena experiencia, de esas que cualquier padre quisiera vivir. Caminar en dirección contraria al lugar al que vamos –porque en el medio alguien pide ayuda o algo nos capturó– más que un desvío es estar vivo.

El viaje es largo y la ruta se hace más divertida si abandonamos el camino obligado del pensamiento neurótico que repite patrones arraigados de voces que ya podríamos ir desoyendo.