opinión

De vez en cuando, literatura

En el insomnio o en el despertar brusco quizás se encuentre el secreto del escritor que sueña.

. Foto: CEDOC PERFIL

Estimado vecino: ¿cuánto falta para que termine la obra de su departamento? Ya no soporto los martillazos y el ruido de la sierra. No me deja dormir, en un mes, diciembre, ya con la cabeza quemada (la vida bajo Milei es imposible) donde lo único que quiero es dormir. Así que la columna de hoy, en esta contratapa (¿pero, estaré hoy en la contratapa?) versará sobre el dormir. Recuerdo ahora a Fanny Dechanet-Platz, autora de L’Écrivain, le sommeil et les rêves (El escritor, el dormir y los sueños) en el que en una entrevista decía: “Esa es la paradoja del dormir, que es a la vez individual y universal. Individual porque nadie puede dormir en lugar de uno, universal porque a todos nos concierne esa experiencia cotidiana”. La relación entre literatura y sueños es tan vieja como la propia literatura y los propios sueños (y probablemente tenga en el surrealismo su punto máximo), pero en cambio, es poco estudiada la relación entre ese par (escribir/soñar) y su mediación necesaria: dormir.

En El espacio Literario, Blanchot, en un apartado llamado “El dormir, la noche”, describe al acto de dormir no como un gesto de desprendimiento, de abandono de uno mismo, sino al contrario, casi como un trabajo, una labor: “dormimos de acuerdo con la ley general que hace depender nuestra actividad diurna del reposo de nuestras noches (…) nos entregamos a él como el dueño se confía al esclavo que le sirve”. Así, dormir es un acto previsible, expresa sólo la capacidad de retirarnos del ruido cotidiano, de las preocupaciones diarias (“asombrarse de volver a encontrar todo en su lugar al despertarse, es olvidar que nada es más seguro que dormir”). Y luego formula una pregunta clave: ¿Qué ocurre cuando se duerme mal?: “La gente que duerme mal siempre parece más o menos culpable: ¿qué hacen? Hacen la noche presente. Dormir mal es, justamente, no poder encontrar su propia posición”. Mientras que dormir “es una negación del mundo que nos conserva al mundo y afirma al mundo”; no poder dormir o dormir mal, en cambio, implica “volverse y revolverse en la búsqueda de ese lugar verdadero del que sabe que es único”. Finalmente termina Blanchot: “De noche, la esencia de la noche no nos deja dormir. En ella no se encuentra refugio en el dormir. Si no dormimos, al final el agotamiento nos infecta; esta infección impide dormir, se traduce por el insomnio, por la imposibilidad de hacer del dormir una zona franca, una decisión clara y verdadera. En la noche no se puede dormir”.

Entre nosotros, Arturo Carrera y Teresa Arijón publicaron hace muchos años un bello volumen titulado El libro de las criaturas que duermen a nuestro lado, donde compilan decenas de poemas, frases y fragmentos sobre ese acto. Entre ellos, hay uno de Marina Tsvetaieva que siempre recuerdo: “Mi madre tenía un don: en plena noche podía poner a tiempo el reloj cuando éste se había parado. En respuesta a su silencio (en lugar del tic-tac), por el que probablemente se había despertado, movía las manecillas en la oscuridad sin ver”. En el insomnio o en el despertar brusco quizás se encuentre el secreto del escritor que sueña. Aquí ya estamos lejos del lugar común, del recorrido trivial (dormir, soñar, escribir) y cerca de su negación: escribir y no poder dormir como tentativa de llevar al extremo esa forma de inadecuación ante el mundo llamada, de vez en cuando, literatura.