fábulas

¿De dónde nos conocemos?

. Foto: CEDOC PERFIL

Una ventaja de las series, en oposición a la lógica del cine, es que uno convive con sus personajes y tarde o temprano los siente amigos. No es poca cosa. Se convive de la misma manera que con los maestros de los hijos, los compañeros de home office y casi todo aquello que el zoom meta en casa sin dar aviso. A una película se va a verla; a la serie se la deja entrar sola a que derrame su licor en los muebles y la alfombra. 

Apoyada en esta lógica avanza Bis baskadir, serie turca que Netflix ofrece como milagro y contrapeso de lo que suponemos es la ficción otomana por excelencia: la telenovela latinoamericana hecha en Turquía. Su director, Berkum Oya, es capaz de inventar lenguaje en todos lados: hasta el título es intraducible, según amigos turcos. Si bien quiere decir algo así como Es totalmente otra cosa, fue difundida como Nos conocimos en Estambul, para que en el resto del mundo decidamos tomar esta fábula por postal de época, de etnia o de no sé qué. Pero atención a la falsificación: no es ni neorrealismo italiano ni psicologismo bergmaniano; es telenovela pura y dura. Es cierto: solo dura ocho capítulos, cada intérprete es perfecto, las relaciones son complejísimas, cada plano parece una foto de Marcos López y la música coincide poco con lo que se narra, pero al fin y al cabo, como en cualquier telenovela, la historia que se cuenta es la de la virtud, encarnada siempre en una mujer. Aquí es Meryem, la joven sirvienta musulmana, invocada por Öykü Karayel, una sirena capaz de cualquier canto. Su nombre real, proféticamente, quiere decir “fábula” y su apellido es el nombre de un viento, quizá el Mistral, ya que así se usa nombrar en turco a las personas. La vida pondrá a Meryem todo tipo de obstáculos, cuanto más ridículos más arduos de superar. Por ejemplo: Meryem hace terapia por sus desmayos, pero quien padece el trauma no es ella sino su cuñada, así que la clínica es rara y en cámara lenta, sobre todo porque la terapeuta, Peri, es muy infeliz analizando cabezas cubiertas con pañuelos. Meryem afrontará cada revés con humildad y con virtud y cambiará el mundo; lo que está en juego en la telenovela es una cosa moral y pegajosa, que al superponerse a asuntos reales, clasistas, políticos, da por resultado un cóctel explosivo de sensibilidad, asombro y gracia. Como afirma Himli, casi todas las explicaciones que verdaderamente hacen falta para vivir están allí; los filósofos y los sabios ya las han pensado, pero por algún motivo nadie se interesa en ir a buscarlas.

El telón de fondo no podría ser más telenovelesco: los ricos son ateos y librepensadores, los pobres son trabajadores, religiosos y dependientes. Pero la magia de la virtud opera un truco óptico sencillo: tenemos empatía con todos. Todos sufren (es una telenovela), pero merced a una delicadeza de puesta en escena (de puesta en situación, un aquí y un ahora fraguados a martillazos al calor del lenguaje) les damos las razones que sólo el corazón entiende, irritado. 

Hay melodrama, golpes altos y bajos, un niño mudo que recupera el habla, hijos adoptados que se enteran tarde o nunca, deseo en altísimas dosis y –obviamente– sexo a cuentagotas; ¿qué hace entonces que Bis baskadir trascienda el género para conseguir refundar la ficción de un país entero? Tal vez sea la escala industrial: la serie funciona para el planeta entero, si bien de manera diferente. Para la derecha turca, hay que prohibirla (se han hecho eco de una escena audacísima y polémica). Para la izquierda, es ñoña, apaciguada. Para espectadores turcos progres, lo que se narra es imposible: que una hija musulmana se emancipe, rebosando amor filial, de sus lazos religiosos. Al verla, solo me viene a la cabeza un claro antecedente occidental y es el Fassbinder de Berlin Alexanderplatz, otra gema atravesada entre el cine y la serie, entre la novela decimonónica y el trans.

Se prepara una segunda temporada. La valla es alta. Quizás no haya forma de saltarla. Un país está en vilo. Pero estamos lejos y nos importa poco. Es la magia de cualquier fábula gótica: estar lejos, juntar complejidades, hacer risible la pena y, sobre todo, exagerar a cuatro vientos, incluyendo zonda y karayel.