Cuadras, kilómetros
A dos cuadras de mi casa, a dos cuadras nada más, se abrió una sucursal de Atalaya. Nunca fui a la original, la de la ruta 2; pero a esta otra, la de mi barrio, ya fui en cambio varias veces. No la pienso ni la siento como un desprendimiento de aquella, aunque esencialmente lo sea: ni una copia de la auténtica, ni el remedo de un hic et nunc irrepetible. Así como voy a Kentucky sin pensar en Puente Pacífico, así como voy a un Havanna sin pensar en Mar del Plata, voy ahora a este Atalaya: olvidando la ruta 2.
Y sin embargo, hay algo en él que me perturba. Y es que el cartel declara su año, declara su historia, su tradición, dice 1942; y eso choca con su condición de novedad en Villa Crespo (en esa esquina, por otra parte, existió nada menos que el ABC: otra historia y otra tradición). Y la condición que allí mismo declara no es la de bar o de café, sino la de parador. Y en las tazas y tacitas repite un slogan: “Tu viaje está mejor”.
Pero uno no está de viaje ni está haciendo una parada. Uno no ha salido del barrio, uno está prácticamente en su casa. ¿Qué es entonces esta ficción de banquina, de vacación, de área de servicio? Los cafés, para el que los frecuenta, funcionan como una ilusión de hogar en cualquier parte del mundo; no importa qué tan ajena nos resulte una ciudad: si hay un café donde acodarse, un pocillo, una ventana, un mozo que está por ahí, parroquianos de otras mesas, el efecto de familiaridad se asegura, como si no nos hubiésemos movido. ¿Qué pasa entonces con este lugar que, apenas a dos cuadras de casa, nos hace sentir en viaje, nos sugiere que andamos lejos?