Crónica de un embrollo
El fotograma elegido es un modo de fijar ese vacío proyectado hacia el futuro.
Nunca tuve la menor sensibilidad para la fotografía. Es lo que le dije a Guillermo Piro cuando me llamó para ser parte de una muestra que está curando para el Centro Cultural Recoleta bajo el título Una imagen, mil palabras, en las que sesenta personas eligen una foto “que les haya cambiado la vida o algo así” y hablan dos o tres minutos sobre ella. Para convencerme, Piro me contestó que un fotograma era una foto, con lo que mi campo de elección se amplió considerablemente.
Sin embargo, no estoy seguro de que un fotograma sea una foto. Por varias razones: aunque con los dispositivos digitales se pasa muy fácilmente del modo fotografía al modo video –así como ciertas armas de fuego pasan de ser una pistola a ser una ametralladora–, el fotograma no es una unidad de la película sino un subproducto, en el sentido de que lo que se filma es una secuencia que solo a posteriori se descompone en fotogramas. La foto es una unidad estética como sería un dibujo, mientras que el fotograma es solo uno de los trazos que lo componen y del que el artista puede ser perfectamente inconsciente: no hay un arte del fotograma.
Pero hay al menos otra razón para diferenciar la foto del fotograma y sirve de paso para aclarar una confusión muy extendida. Cuando en Los cuatrocientos golpes, Jean-Pierre Léaud/Antoine Doinel roba de la cartelera de un cine una foto de Harriet Andersson en Un verano con Mónica de Bergman, lo que se lleva no es la ampliación de un fotograma sino una foto fija tomada con fines publicitarios en el set de filmación. De esa costumbre provenían las imágenes que deslumbraron nuestra infancia, de fotos que nunca fueron fotogramas. De hecho, algunas no correspondían a una escena que se hubiera rodado. Y esto produce un giro en mi razonamiento que lo vuelve contra sí mismo. Fetichismo aparte, se supone que Doinel era un cinéfilo, pero lo que en realidad lo fascina es una foto.
Ahora, Jean-Pierre Léaud reaparece en esta historia. Resulta que le dije a Piro que iba a elegir una foto de los hermanos Lumière (de Louis Lumière, en realidad, porque Auguste era un socio industrial) y Piro me envió un fragmento de La chinoise, de Godard. Allí Léaud hace del joven profesor marxista que entrena a sus camaradas en el pensamiento dialéctico y les lanza una típica construcción retórica godardiana: que contrariamente a lo que se cree, Lumière hacía ficción y Meliès, documentales. Cita una película sobre Lumiére de Henri Langlois que, en realidad, puede ser un film de Eric Rohmer sobre Louis Lumière en el que Jean Renoir y Henri Langlois hablan sobre el pionero del cinematógrafo. Langlois dice allí que las pequeñas y luminosas películas de Lumière contienen todo el cine por venir y también el mundo en el que se filmaron, incluyendo el arte y el pensamiento de la época.
Desde luego, no fui un espectador del cine de Lumière, pero sigue habiendo un misterio en esas películas que me interpela, tal vez la idea de que su supuesto primitivismo representaba, al mismo tiempo, el acabamiento del cine, como si lo que vino después fuera redundante. El fotograma elegido (este sí es un fotograma, supongo) es un modo de fijar ese vacío proyectado hacia el futuro. En realidad, no es ni una foto ni una película, sino un híbrido que evoca por vía muy indirecta la futilidad de la vida.
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