Como a pedir de boca
En 1989, Alain Resnais se despachó con Quiero volver a casa, comedia escrita por el humorista gráfico estadounidense Jules Feiffer que pretende mostrar el choque cultural entre franceses y yanquis, y efectuar una puesta en valor del consabido amor de los primeros por la historieta. Aunque sorprende con la mención de tipos como George Herriman o Al Kapp, próceres dentro del rubro muy poco conocidos fuera de él, y mucho menos homenajeados en películas comerciales, es un desperdicio casi completo. Con Gerard Depardieu como único actor idóneo en pantalla, tiene una buena historia que naufraga en el pésimo casting, los gags fallidos contra dos o tres que sí funcionan, las elipsis mal puestas y la factura televisiva.
El personaje de Depardieu es un escritor famoso y rico al punto de tener un castillo en las afueras de París en el que financia el divertimento de advenedizos pintorescos y familiares. Encuentra por casualidad a un viejo historietista norteamericano, a quien decide tener como mascota mimada durante unos días. A partir de esta unión transitoria y caprichosa, hay infinitos chistes mal hechos sobre las diferencias entre los dos. Por una jugarreta de mi novio, la vi sin saber que era de Resnais, cuya filmografía conozco por arriba porque no me sedujo demasiado ni siquiera con lo producido en tiempos de la nouvelle vague. Pero es imposible imaginar algo así como de su autoría. Mi novio omitió el dato para escucharme gritar, después de verla: “¿En serio que esta mierda es de Resnais?”.
Sin embargo, no se puede negar que la historieta, para los franceses, como para los belgas y un poco menos para los suizos, es una labor en torno de la que se han construido una industria y una tradición compuesta de varios ritos, como las firmas de ejemplares en librerías especializadas, las muestras en galerías independientes y de lujo, o la compraventa de originales, muchas veces a precios millonarios. Ni Italia, donde brilló el fumetto, ni Inglaterra, que tuvo grandes dibujantes y humoristas, prestan actualmente un décimo de la atención que le da Francia, donde convoca a público de todas las edades, a artistas de todo el mundo y a críticos muy reputados. El templo al que se peregrina cada año para emborracharse de cuadritos, globitos y dibujos está en Angulema, un pueblo encantador que parece esperar su famoso festival como Río de Janeiro espera sus carnavales. En la edición de este año, presencié algo que hizo tambalear la pésima opinión sobre la película de Resnais.
Un viejo dibujante de un país que no pude dilucidar da vueltas entre los stands. Un elegantísimo francés lo reconoce y corre hacia él para manifestarle su admiración. Después de conversar sobre lo genial que es haberse cruzado (capto lo que mi escaso conocimiento de la lengua permite, solamente del tipo elegante, porque el francés del otro es inefable), salen del brazo hacia la calle. Los sigo tentada por alejarme del ruido, por chusma y porque tengo hambre.
Como a pedir de boca, se meten en un bar. Por supuesto, también me meto y termino por sentarme en la mesa que tienen al lado. La charla continúa en la misma tesitura, yo la sigo segura de que no se dan cuenta, mientras degluto una torta de chocolate y me atraganto con café. Al elegante, que toma una bebida que probablemente sea coñac, le parece graciosísimo que el viejo dibujante pida cerveza con el frío que hace. Y quizás por efecto del coñac, cada vez se ríe más, cualquier cosa que haga el otro le parece hilarante. Cuando el viejo dibujante da la impresión de querer hablar en serio la cosa decae y el elegantísimo va primero al baño y luego a pagar a la barra. No tardo en recordar a Depardieu y a su artista fetiche y mascota porque estos dos se les parecen demasiado. Con los abrigos puestos (tapado negro uno, campera raída el otro) se van, ya no del brazo. “Entonces Quiero volver a casa no es tan floja”, me digo cuando están lejos, y voy a pagar. Evidentemente no soy buena fingiendo estar en otra: la camarera me dice que no es nada, que los tipos de la mesa de al lado se hicieron cargo. “Una película que muestra algo real, algo que pasa a cada rato”, insisto casi justificando a Resnais, pero no. La escena entre el viejo dibujante extranjero y el francés “de raíz” fue más elocuente y atractiva. Es cierto que la realidad supera a la ficción, sobre todo si paga la cuenta.
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