convivencias

Ciclistas y peatones

. Foto: Cedoc Perfil

No es una novedad que Larreta importa de lo que se entiende como Primer Mundo algunos usos que terminan por imponerse en la Ciudad de Buenos Aires. Las bicisendas son, probablemente, uno de los más apreciados, pese a no haber sido diseñadas, por ejemplo, como las de París, que en general tienen la doble mano y el ancho necesario para evitar los incordios entre ciclistas y peatones que muchos porteños soportamos diariamente. 

Pero no es solo la doble mano lo que garantiza la armonía: los ciclistas que interfieren con los que caminan pueden ser multados con 150 euros y la infraestructura urbana parece sometida a una mutación constante con diferentes sectorizaciones para que ambos bandos no entren en disputas territoriales. 

En lo personal, los ciclistas me paralizan y resienten. La hibridez de su condición es confusa: no son automovilistas, pero van sobre ruedas, no son peatones, pero, como ellos, no contaminan ni deben pagar fortunas para estacionar, no son motoqueros, pero pueden sortear con idéntica temeridad semáforos y embotellamientos. 

Ungidos por esta cualidad de outsiders que, al mismo tiempo, representan una suerte de elite atenta a hacer de una ciudad un lugar con más espacio y menos humo, se creen, según mi percepción, los dueños de la calle, no importa si son franceses, argentinos o checos porque, en el fondo, son todos iguales. 

Es que quizás por distraída o quizás por chicata, soy aleccionada por sus bocinitas y gritos de enojo cuando los cruzo. “Mirá por donde vas, tarada”, “Vaca imbécil”, “Preste atención, infeliz”, espetan con pasión fundamentalista en favor de las dos ruedas. 

Mis amigos ciclistas dicen que merezco los insultos, pero uno de ellos (el único que intentó justificarme) dice que el problema viene de cuando era chica y mi vecinito me atropelló con su bicicleta, en un episodio cuyo corolario fueron varios días de hematomas en la cara. 

Pero es probable que mi pésima relación con los ciclistas no tenga tanto que ver con su condición, sus insultos, sus disputas, mis distracciones o traumas de infancia, como con no haber aprendido, pese a los cientos de intentos, a pedalear por más de un segundo sin caer en el suelo y en el ridículo.