Asuntos internos

Catacumbas y dictadura

. Foto: Cedoc Perfil

En la Roma antigua las cárceles no eran muy abundantes porque el derecho romano imponía como penas habituales la ejecución, el exilio o los trabajos forzados, que se consideraban más apropiados y redituables. Mantener a alguien en un espacio cerrado, viviendo a costa del erario público sin producir nada, se consideraba inadmisible. Por eso había tan pocas cárceles. Sin embargo, si un penado lograba huir, naturalmente era perseguido y en algunos casos capturado y devuelto a la prisión, pero si en su acto no había cometido otro delito que escapar, si el precio por la libertad no era la muerte de un guardia o un testigo o si en el camino a la libertad no había reincidido en el delito que lo había llevado a estar entre cuatro paredes, simplemente se lo devolvía a la cárcel y todo se desarrollaba con impasible normalidad, como si nada hubiera sucedido, y eso porque para el derecho romano la libertad era inalienable, irreprimible y extensible a los lazos sanguíneos: un pariente cercano podía colaborar en la huida, en cuyo caso, luego de ser interrogado, podía volver a dormir a su casa.  

El libro La república del silencio, de Jean-Paul Sartre, arranca con una afirmación tajante y efectista, pero a fin de cuentas, cuando la sorpresa deja lugar a la reflexión, el lector advierte que algo de verdad tiene, incluso mucha. La afirmación dice: “Jamás fuimos tan libres como durante la ocupación alemana”. Sartre opina, con absoluta razón, que ante el avance de la peste nazi, cada pensamiento liberador era una conquista, cada palabra era una declaración de principios, cada ademán era un compromiso. Quienes durante la última dictadura teníamos edad suficiente para sentirnos víctimas de esa misma peste, las vivencias del pensar, del hablar y de hacer ademanes era similar, sino idéntica. De modo que afirmar “nunca fuimos más libres que durante la dictadura” podría ser leído en esa clave.

De hecho el libro de María Eugenia Villalonga. La universidad de las catacumbas. Filosofía y Letras en dictadura (Eudeba) no habla de otra cosa que del ejercicio de esa libertad, o mejor dicho de las extrañas formas y apariencias que puede adoptar la libertad en su irreprimible necesidad del abrirse camino. El libro se propone, no por defecto sino como cayendo en sin querer en su esencia, obligado a explorarse en la caída, investigar lo ocurrido entre 1976 y 1983 con esa pequeña masa de estudiantes que no llegaban siquiera a conformar un grupo, que a veces eran más bien una célula o un átomo solitario, que disconformes con la ausencia de docentes que habían sido expulsados, con los planes de estudio, en el mejor de los casos desactualizados, en otros literalmente en franco retroceso, y con una bibliografía censurada, que debía traficarse como lo que era, droga prohibida y cuya portación era castigada, decidieron, como penados, buscar horizontes más enriquecedores fuera de la universidad. 

Los testimonios de los “subterráneos” difieren en particularidades pero coinciden en generalidades: nadie les podía impedir que tomara clases “de apoyo” fuera del ámbito universitario, aunque pensándolo bien es muy probable que a quien compitiera la cosa lo tuviera sin cuidado: fue una experiencia demasido minúscula como para que significara algún peligro para el status quo. Y sin embargo, La universidad de las catacumbas pone de relieve su importancia, en tanto quienes transitaron esas universidades “clandestinas” llegaron, con el tiempo, a producir cierto eco vital en el plano académico y literario de la Argentina. 

Cuenta Juan L. Ortiz que en uno de sus viajes por China se topó con un campesino y le preguntó si era feliz. El campesino le respondió: “¿Cómo ser, si no?”. La misma respuesta vale para la libertad.